Por Lucas Paulinovich
A partir de la lectura del especial de Sudestada sobre Eduardo
Galeano, un lector se basó en la nota que escribió Marcelo Valko, donde cuenta
su experiencia en torno a Las venas abiertas de América Latina, para hacer su
propio relato. Reproducimos el mensaje y el texto.
“Las Venas abiertas de América Latina es un libro que
también me marcó muchísimo y esa historia inspiró el siguiente relato que
comparto con ustedes, que no es más que mezclar la historia que cuenta Marcelo
con algunos artificios literarios que no se alejan demasiado de mi experiencia
personal. Mi viejo, ex militante de la
JP, estuvo detenido-desaparecido en La Perla durante el 78 (lo
liberaron ese mismo año) y esa historia se me hizo muy ilustrativa de la
sensación que para mí guarda ese libro (que mi viejo me recomendó cuando era
más pibe) con la historia de mi viejo y, fundamentalmente, con el modo en que
se transmite generacionalmente esa voluntad intangible, que soy incapaz de
definir en palabras con aceptable precisión, pero que funciona como una
irreprimible energía que hace que, pasado el tiempo, aún querramos estar del
mismo lado en el que estuvo mi viejo y todos los jóvenes que hicieron algo por
cambiar el mundo”. Lucas
El
legado
I. Quiso
la disposición de azares que el joven determinara su rumbo en aquella calle de
onerosas arboledas y anticuados mosaicos, que se confirman en la nostalgia de
otras arquitecturas, y quiso, también, que el montículo de ramajes y bolsas de residuos
y viejos trastos mirara con inusual precisión y entre las herrumbres
sobrevivientes de lo que fue una intensa fogata, divisara la tapa y contratapa
del libro de su Tierra, y por alguna incauta curiosidad que no necesita
explicaciones, se viera tentado a tomarlo y, al abrigo de su campera, lo
conservara.
II. El
clamor de los ánimos habían ya instalado la violencia como definición y la
asechanza del brazo verdugo obligaba a la acumulación de nimios recaudos,
entonces fue que el hombre que luchó, en bolsas que en otras épocas habían
acogido las ensoñadas banderas de cierta organización juvenil, amontonaba
viejos recuerdos que, contaminados por la evidencia de la historia,
conjurarían, no sin alguna malevolencia, como implacables pruebas en su contra,
y entregó el montón de memorias ahora convertidas en fútiles (y riesgosos)
desechos, al voraz albedrío del fuego, y sólo al comprobar que la fiereza hacía
cenizas sus inmediatos peligros, respiró con cierta anuencia de tranquilidad.
Antes,
cuando las llamas no arreciaban en su abarcador esplendor, alcanzó a arrancar
la tapa y contratapa de aquel libro que sembró sus inquietudes y que fue
llamado por todos “el libro de su Tierra”, echándola a su cadalso, sólo
conservando el contenido del memorable libro, que más tarde confundiría con
alguna falsa cobertura que disuadirá las pesquisas temerarias.
II. Leyó
el joven los comentarios en la contratapa del libro y el éxtasis por aquellas
impresas palabras que advertían que dirían aquello que él, aún tan cauto en su
insalvable juventud, siempre había deseado decir, lo empujó a la insistente
búsqueda del ambicionado ejemplar, e hizo presente su cuerpo en todas y cada
una de las librerías a su alcance, y recibió sólo la indiferencia de las
cercenadas bateas y el pavoroso ruego de los comerciantes que aconsejaban
resignar la infructuosa búsqueda del libro tan pecaminoso como prohibido.
Fuera
de su alcance estaba alguna remota copia de aquel libro que se negaría por
demasiados años, como sesgo de ruin brutalidad en el imperio de la necedad,
mientras el joven ambicionaba aquellas palabras, al augurio de encontrarse, por
fin, con el ansiado libro y, con él, hallar al hombre que dictó esas palabras.
Y, así, fundirse con la historia de aquel que hubo quemado sus restos del pasado,
eligiendo salvar del calvario el desnudo texto de aquel clandestino libro.
IV. Ningún
éxito tuvieron las advertencias en aquel hombre que, luego de brasas hacer los
objetos que traicionaban en la denuncia, en su tesón combativo prosiguió, y las
inútiles amenazas se disolvieron en mayor convicción en sus actos.
Pero
esas disciplinas del coraje y la ciega entrega le supieron los odios de los
codiciosos y, esos odios, supusieron los tormentos del claustro horrendo. Y
todos sus honores por el resto de los tiempos condenados fueron a la memoria de
un nombre no dado en volverse carne por sí mismo.
Y
fue ese coraje el que despidieron las amarillentas páginas del ejemplar que el
joven ahora (otros tiempos) conseguía hacerse en una indistinta librería y con fervor
leía de a largos y no custodiados tirones y con su lectura los efluvios de su
mente formaban las voces con que hablaban el autor y hablaba él y supo hablar aquel
otro hombre que luchó y esas reverenciadas páginas de la caldeada extinción
supuso salvar en su ínfimo acto.
V. El
autor que aquellas palabras, privilegiadas, como tantas, con las miserias de la
censura, escribió, abandonar tuvo (con sus palabras) su propia tierra y, más
tarde, la vecina tierra donde, en su primer destierro, se refugió, imbuida,
ésta otra también, en el torpe ejercicio de la sanguinaria conservación.
Y
así vivió , el autor, una vida de huidas y su voz, un perpetuo silenciamiento,
que no hizo más que enardecer el grito en la clandestinidad, y desde su nueva
patria, que otrora fue la simiente de sus ancestros, el autor continuó
escribiendo y en su trazo se filtró la perpetua agonía de su sangre exiliada y
la atroz melancolía de su abandonado pueblo y su abandonada historia, y no otra
cosa si no esa conmoción apostó en futuros libros, que también llegaron a las
manos del ya convencido joven, abrevado entonces en el halo de singular
vocación que surcaban las páginas del ilustre libro y los imaginarios del
hombre que luchó y salvó de la hoguera las palabras de aquel libro, que fue
motivo de sus devociones e inspiró la voluntad que lo tenía ahora, tiempo
después, pertinaz en la búsqueda de aquello que anhelaba decir.
1 comentario:
Excelente fenómeno. Gran escrito y gracias por haberlo mostrado. Un gran abrazo.
Juan
Publicar un comentario