Por Demián Konfino
A 39 años de su asesinato a manos de la Triple A, Carlos Mugica se escribe en presente, sobre el obstinado barro de las villas argentinas.
Su nombre es bandera y grito de la organización política villera más consecuente que existe en nuestros días, la Mesa de Urbanización y Radicación de las villas 31 y 31 bis Padre Carlos Mugica. Su rostro sigue siendo semblante de murales en Retiro y en tantos barrios obreros del extenso territorio patrio. Su obra rotula una cooperativa de trabajo villera y custodia las espaldas sudadas de sus obreros. Su identidad brinda recuerdo y esperanza a un comedor en Villa 31, el comedor de Tapia. Un esténcil que se repite en cientos de frentes precarios lo evoca y es consigna y lucha por la vivienda digna.
Sólo a modo de ejemplo, acabamos de efectuar una enumeración que no pretende ser abarcadora del glosario de oficios políticos, laborales y religiosos que anhelan el pensamiento de Mugica y lo rememoran con su nombre.
Es que su huella es un camino no pavimentado que recorre el potencial de la condición humana, cuando se la somete a desafío y escarmiento. El hombre es capaz de renunciamientos varios, de aguantar aguaceros esperando que escampe, de resistencias activas y anónimas, de persistir en avanzar hacia el buen vivir. El hombre es capaz de amar tanto a otro desconocido, que genera que siempre haya espacio para el optimismo movilizador. El hombre es capaz de perder todo, inclusive hasta su propia vida, siempre que crea de manera tan férrea en lograr definitivamente la causa de los pueblos y sus tres grandes premisas: la Libertad, la Igualdad y la Justicia.
Esta es la clase de hombres que pintamos cuando alguien susurra sombras de pesimismos paralizantes. Estos son los nombres que se erigen en símbolos y son recogidos por los pueblos para empujar el carro de la Historia.
Mugica fue un cura villero que luchó por organización de base, desde abajo y con los de abajo, que se metió en política y citó a menudo frases de Mao y el Che en sus homilías, que abrazó el ideario socialista y se hizo peronista porque el pueblo estaba con Perón, que coqueteó con la lucha armada aunque concluyó que estaba dispuesto a morir pero no a matar por su feligresía, sus villeros, sus compañeros.
Carlos Mugica no está exento de contradicciones ni de miserias. Sus ojos color cielo no lo alejan de la tierra. Su sangre no fue fría y de bronce. Fue un tipo que se comprometió con su fe, con sus ideas y con su tiempo. Y eso es irreprochable. Si en su vida, sus opciones fueron acertadas o no, sólo es materia para opinadores de diario del lunes bajo el brazo. Lo que es irrefutable fue que hizo y que se la jugó por los otros, los ninguneados, los invisibles, los cabecitas, los villeros.
A Mugica le pertenecen algunas de las mejores reflexiones sobre las desigualdades capitalistas, las cuales pocas veces son enunciadas. Escribió alguna vez: “Hasta ahora, para que los pobres dejen de ser pobres, no se ha inventado otro más que este sistema: que los ricos dejen de ser ricos”. O bien, sin privarse de ironía: “Por eso es necesario un proceso revolucionario en nuestra Patria… no sólo para que los pobres puedan recuperar los bienes que les han robado y puedan vivir dignamente, sino también para redimir a los ricos de su ancestral estupidez”.
En la misma senda, no ahorró enemigos de apellidos que bien podrían haber compartido cocteles con el suyo: “Si todos hubieran largado a cero kilómetro en materia de tierras, muy bien, pero los señores Pereyra Iraola y Menéndez Behety ya eran dueños de media Argentina cuando dijeron ‘hay que respetar la propiedad privada’. La única propiedad privada que tiene la gente de las villas es el aire”.
Lo notable fue que pensamiento y praxis, teoría y poner el cuerpo, fueron conceptos fusionados en su vida. No fue un revolucionario de sobremesa, sino que intentó el cambio, haciendo suya la pedagogía del ejemplo, alumbrada por Che Guevara.
Hoy, desde algunos sectores se intenta representar como a una continuidad la lucha contra el paco que afrontan los actuales curas villeros bajo la égida del nuevo Papa. Quien pueda acercarse no sólo a Mugica, sino a la pelea que encaró el Movimiento de Sacerdotes del Tercer Mundo (MSTM), podrá conocer que no combatían uno de los flagelos o padecimientos aislados de la sociedad, sino que batallaban contra sus causas. Iban por todo. En las villas lo saben muy bien y no se confunden por más tanques cinematográficos o propagandas noticiosas dirigidas a subrayar que hoy la guerra es contra las drogas y no contra un sistema que derrama injusticia, que hoy no hay lugar para avances colectivos sino para –apenas– evitar retrocesos individuales.
Hoy el nombre de Mugica, su oficio, su talla popular, su militancia política, su mirada, representan alertas contra los desalojos y la privatización del espacio público. Exigen vivienda digna y tierra para los que nada tienen. Claman por la aplicación efectiva de la ley Nº 148 para las villas de Buenos Aires y, particularmente, la reglamentación de la ley de urbanización Nº 3.343 para su villa, la de Retiro, la 31.
A 39 años del hosco anochecer de un mayo tenebroso, no francés, muy argentino, esta crónica no es tango sino cumbia que insiste en contraponer esperanza a tragedia, altruismo a interés, alegría a desazón y lucha a fatalidad.
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