La izquierda ante el desafío electoral

Mientras para algunos se trata de una prioridad dentro de su agenda política, para otros apenas se asoma como un episodio que confirma las limitaciones de los sectores de izquierda, en crisis en Argentina. Miradas y opiniones contrapuestas acerca de la próxima cita electoral, donde confluyen posturas abstencionistas con alianzas formadas de apuro, y donde no pueden faltar quienes eligen la fuga hacia el reformismo o, peor aún, la opción de sumarse al proyecto oficial. Como trasfondo del debate, emergen temas para la polémica: la crítica al sectarismo como práctica militante cotidiana, la ausencia de una alternativa real de la clase trabajadora y la paradoja entre un marxismo cada vez más actual y la escasa injerencia política de la izquierda en la realidad de todos los días.


Como es costumbre, las e­lecciones nacionales en­cuen­­tran a la izquierda naufra­gando en su propio discurso; y a todos los que nos consideramos de izquierda hundiéndonos con ella y aportando nuestro granito de arena a la confusión general. Pocos han reconocido que la actual etapa, de tanta convulsión política (nacional e internacional), con el capitalismo haciendo agua primero en Estados Unidos y ahora en Europa, y con las masas estallando en todo Medio Oriente, encuentra a la izquier­da local en una de sus peores crisis, y al proyecto socialista revolucionario en Argentina como un sueño de compleja proyección.
Aquella unidad combativa entre clases y grupos consolidada en di­ciembre de 2001 se diluyó con el advenimiento de un gobierno de tinte populista y tímidas reformas neodesa­rrollistas. Sin embargo, no todo es tan claro y las víctimas no lo son tanto. El recambio de posiciones dentro de la burguesía no fue un plan preconcebido por el capital, sino la respuesta de un sistema en convulsión, golpeado por una ola de reclamos populares cada vez más organizada (del “cutralcazo” a las huelgas con piquete del 2001-2002). Así, un sector empresario no tan desprestigiado por la depredación menemista, y en cierta forma des­plaza­do, tomó la iniciativa política y el resto de los sectores lo dejó hacer para cerrar el proceso de rebeliones y salvar al menos un modelo que no abandone lo esencial. Los dueños de la torta se vieron obligados a actuar en función de las luchas populares y de alguna mane­ra tuvieron que dar ciertas concesiones. El poder popular se había manifestado aunque sin una resolución política favorable. ¿Supo la izquierda canalizar ese poder, germen de una nueva fuerza política, y llevarla hacia una propuesta antisistémica? Como una imagen del lejano oeste, un fardo que atravie­sa rodando un desierto desolado. Mala copia del leninismo, las decenas de grupúsculos se extraviaron en una compe­tencia prematura por una direc­ción que nunca tuvieron. Así, esas decenas de organizaciones socia­listas, y sus expresiones de base, se transfor­maron en cientos de frag­mentos, y hasta el día de hoy no pue­den encontrar proyectos comunes ni presentar una alternativa confiable para la clase trabajadora.
Con la consolidación de una oposición por derecha en 2009, tras el conflicto entre el gobierno y la oligar­quía del campo, el lugar de la izquierda quedó desdibujado, cuando tomó partido en el juego en vez de aparecer como una tercera vía. Sólo un sector minori­tario conformado por intelectua­les críticos y movimientos políticos inde­pen­dientes esbozó una postura alternativa, con la conformación de un espacio llamado Otro Camino para Superar la Crisis, que apoyaba la postura de retenciones a la exportación agrícola al tiempo que exigía una rebaja del IVA para los sectores populares. Pero su constitución como espacio de debate lo relegó a una mera propuesta testimonial que no tuvo eco a nivel de masas.
Con la muerte del ex presidente Néstor Kirchner y el floreciente apoyo popular al proyecto oficialista, algunas organizaciones con mayor trabajo de base, percibiendo el “lado positivo” en la influencia del peronismo sobre las masas (mayor participación politizada, formas de apropiación de condiciones de vida, sentimientos de dignidad y pertenencia a un colectivo mayor, todos aspectos que sin embargo se dan dentro de una aceptación general del capitalismo), comenzaron a realizar un mea culpa sobre la falta de com­prensión de un proceso que excede claramente lo económico-político. Como aspecto negativo, la falta de alternativas llevó a dirigentes sin­dicales y políticos, que eran referencia de la izquierda independiente, a confiar por un lado en el progresismo kirchnerista y por otro, en el nacio­nalismo oportunista de Proyecto Sur. ¿Y cuál fue la reacción de los partidos de izquierda tradiciona­les? Cerrarse aún más en un discurso anti-popular e igualando a este gobier­no con los anteriores.
Hoy una fracción de la izquierda partidaria (Partido Obrero, Partido de los Trabajadores Socialistas e Iz­quierda Socialista) formó el FIT, Frente de Izquierda y los Traba­ja­dores, en una especie de alianza táctica (según su propia definición) que le permitiría alcanzar arañando el mínimo necesario para presentarse en las elecciones de octubre (1,5% del total de votantes). Por su parte, la izquierda independien­te (dispersa) se debate entre el apoyo crítico a dicha fuerza o el abstencionis­mo positivo (una especie de autocrítica en pos de conformar a futuro una nueva izquierda).
El panorama se presenta confuso. Por un lado, muchos prefieren apoyar al FIT. En primer lugar, por estar en contra de la ley electoral que desprecia las minorías, pero también por ser la única fuerza que se declara socialista-revolucionaria que se presenta a nivel nacional y para no fomentar cierta cultu­ra política que no estaría de acuer­do con el partidismo. Por otro lado, sin embargo, ha crecido profunda­men­te una crítica colectiva a las prácticas mezquinas de la izquierda sectaria, principalmente del trotskis­mo, como en parte, responsables de la actual crisis de la izquierda. En esto todos coinciden.
Sólo para enumerar algunas de ellas: la competencia sin escrúpulos por la dirección de cualquier conflicto (lo cual termina alejando a los pocos independientes comprometidos); la primacía del partido ante toda organi­zación popular (se prefiere cooptar a un militante antes que forta­le­cer el conjunto); la falta de autocrítica y de comprensión de los procesos de lucha que se presentan complejos y contra­dictorios; la creencia en su inter­pretación del mundo como una Verdad Universal y a partir de eso el vanguar­dismo iluminista que los termina alejando del pueblo traba­jador. Esto sin mencionar el discurso monolítico, siempre lejos del clamor popular, que mezclado con una interpretación mecanicista de la histórica, produce una especie de perorata casi vomitiva. Todo es compa­rado con algún episodio de la revolu­ción rusa y de ahí surge la receta para su resolución victoriosa.
Esta crítica es cada vez más expan­dida, y aunque muchos apoyen al FIT, no dejan de marcar diferencias con su práctica. Pero como el trotskismo es por tradición (y quizás por naturaleza) fundamentalista, no fue capaz de re­cibir con humildad esa advertencia y volvió a demostrar su negligencia. Fue Altamira, el candida­to a presi­dente del FIT por el PO, quien vociferó en un extenso documento contra los mismos que llamaron a votarlo: “Los ‘críticos’ que apoyan el FIT no perciben que el único oportunis­mo se encuentra en su propia crítica”.
Y para desprestigiar toda posibili­dad de construir algo por fuera del trotskismo, Juan Dal Maso, respon­sable editorial de la revista Lucha de Clases (PTS), nos da una clase de anti-marxismo: “Yendo enton­ces al tema de la revolución, partimos del fracaso del autonomismo tanto como del refor­mismo, que intentaron de algún modo ofrecer modelos alternativos al del marxismo clásico. El balance de ambas experiencias permite constatar dos cosas claves: No se puede triunfar sin tomar el poder del Estado ni se puede poner el aparato del estado burgués al servicio del pueblo”. Lo que no men­ciona es cómo tomar el poder, pero suponemos que sería votando al FIT.
Su razonamiento parte de una falsedad (o en todo caso, de una simpli­fi­cación absoluta), ya que el autono­mis­mo no tuvo un gran eco en los movi­mien­tos sociales de nuestro país, a menos que los representantes del dogmatismo de izquierda consi­deren que todo espacio crítico del leni­nismo a ultranza sea autonomista. Pero esta postura lo que busca es desmerecer el crecimiento de una fuerza política con base popular que están construyendo (es cierto, lenta­men­te) los movimientos sociales que surgieron hace una década luego del proceso de puebladas que con­movió al país.
Dal Maso habla de fracaso, pero no menciona la larga lista de derrotas que se le pueden atribuir al trotskismo. Para desligarse de culpas, explica los límites de las asambleas populares, como si el PO o el PTS no hubieran participado activamente de su desin­tegración. Tampoco menciona la suerte de fábricas recuperadas como Bruk­man, donde el trotskismo se oponía vehementemente a la cooperati­vi­zación que planteaban otros sectores como una salida legal para poder empezar a producir y vender, y que los llevó a casi perder su lugar privilegiado en alguna de las grandes fábricas recuperadas. La historia demostró que estaban equivocados.
Por otra parte, las lamentables disputas entre el PO y el PTS en el ferrocarril Roca (ver recuadro) le harán perder seguramente la oportunidad histórica de desplazar a la burocracia sindical luego de su descrédito por el asesinato de Mariano Ferreyra.
Pero la experiencia más pedagógica del trotskismo ha sido qui­zás la lucha del Casino, analizada con mucho co­ra­je político (y quizás físico) por el historiador Alejandro Belkin en su artí­culo “¿Por qué per­dimos? La de­rrota del Casino (2009)”, en el que describe como causas de la derro­ta, entre otras, la au­sen­cia de políticas de a­lianza con otros sectores por simple sec­tarismo y la di­rección irres­ponsable hasta las últi­mas con­secuencias. “Tanto el PO, como el PTS, que fueron las fuerzas políticas que tu­vieron mayor influencia en la dirección del conflicto, son orga­nizaciones que tienen prohibida la palabra ‘ne­gocia­ción’. La consideran una mala palabra. Por eso, conti­nuaron con el conflicto mucho tiempo después de que en los hechos se había perdido”. La falta de autocrítica con­duce a repetir los mis­mos errores una y otra vez. Belkin concluye: “Cen­tenares de tra­bajadores fueron des­pedidos, otros tantos arreglaron de forma individual su desvinculación de la empresa. La orga­ni­zación gremial en el lugar de trabajo, que tanto esfuerzo costó cons­truir, quedó prácticamente desmante­la­da. Las mejoras en las condiciones de trabajo y las reivindicaciones económi­cas conquistadas ahora son puestas en tela de juicio por la empresa o direc­tamente desconocidas. La prepotencia patronal, ejercida por jefes y supervi­sores, regresa a sus niveles habituales y más también. En otras palabras, lo que estamos describiendo es el paisaje de una durísima derrota de los trabajadores. Entonces, el problema no se limita exclusivamente a que ‘ha culminado un conflicto sin lograr los objetivos’, esa es sólo una parte de la verdad. Para trazar un cuadro de situación más completo, tendríamos que agregar que las conquistas y la organización han sido destruidas. Desmoralización, rabia e impotencia, inundan las filas obreras”.
La discusión sobre las prácticas políti­cas no es menor y puede ser un punto de definición crucial para la izquierda en las próximas elecciones. El marxismo dogmático ha querido ocultar siempre el papel singular de los hombres en los procesos revoluciona­rios. En cambio, políticos consecuentes como Antonio Gramsci, Rosa Luxem­bur­­go o el Che Guevara han sido muy elocuentes a la hora de cuestionar el modo de actuar de todo revolucionario, como una condición esencial para la victoria incluso luego de la toma del poder. Son las actuales caricaturas de aquellas organizaciones socialistas las que relegan la práctica política a un lugar secundario. Sin embargo, es la base ideológica la que está en juego, la que forja la conciencia y voluntad de los hombres que proponen un mundo libre.

Tal vez el camino de una fuerza política digna de la palabra revolución se presente confuso hoy, pero sin duda surgirá de una lucha a fondo contra el secta­ris­mo, y quizás esa lucha sea la base de una recomposición de la izquierda.

Martín Azcurra
Julio 2011

1 comentario:

Anónimo dijo...

quizas sirva para ampliar un poco el debate: el problema(hoY)para la derecha en la argentina no es la izquierda sino el kirsnerismo.

Publicar un comentario