por Hugo Montero
Pocos meses antes de su muerte, en diciembre de 1983, Julio
Cortázar viajó a Buenos Aires para despedirse. En nuestro país permaneció ocho
días, visitó amigos, recibió el cariño de la gente y la indiferencia del
gobierno radical. Fue su último adiós al país que albergó para siempre todas
sus historias. Nuestro homenaje a 30 años de su muerte, con la nota publicada en Sudestada Nº 1.
Cuando
las ruedas del avión se despegaron definitivamente de Buenos Aires, el escritor
pudo respirar tranquilo. Hasta la tos, que lo había acompañado durante toda su
estadía en el país, suspendió por un momento el ritmo implacable sobre su
cuerpo enfermo. Desde arriba, de noche, la imagen difusa de la ciudad en las
ventanas del avión era tranquilizadora. Buenos Aires, se repetía entre labios,
en el silencio del vuelo, el escritor, cada vez más lejos. Ese silencio era el
mismo que lo había recibido días atrás en su llegada, y esa indiferencia
también lo acompañaba ahora, al igual que la tos y ese cansancio insoportable,
durante sus últimos segundos sobre suelo argentino. Antes de reclinarse y
entregarse al sueño que lo acercaría más al cielo francés, el escritor no pudo
evitar dibujar una entrañable sonrisa mientras ese suelo se perdía en un
paisaje cada vez más azul, cada vez más lejos.
Dicen sus amigos que Julio Cortázar vino a
despedirse en diciembre de 1983. Dicen también que estaba consumido por la
enfermedad que lo mataría apenas tres meses después, en un frío París; pero que
conservaba intacta su ironía, su agudeza y su presencia provocativa, violenta,
fruto de esa contextura física tan particular, con esos ojos casi
independientes que siempre parecieron obra de algún pintor cubista. Cortázar
era argentino, pero no lo era desde una perspectiva falsamente nacionalista.
Cortázar era argentino porque escribía en argentino, y cualquier artista merece
ser juzgado por su trabajo, porque allí se encuentra su raíz, su identidad. Y
su obra decía siempre demasiado de Argentina. Sin embargo, cuando llegó no pudo
sentirse en su tierra; desde un principio se sintió extranjero, otra vez. En
realidad, así se lo hicieron sentir siempre. Corrían en Buenos Aires vientos
frescos por ese tiempo, la palabra democracia había ganado cierta sonoridad
satisfactoria y la gente sentía que, de una vez por todas, atrás había quedado
ese lapso histórico siniestro, simbolizado por la presencia genocida del
uniforme militar. La vida cultural resurgía de las cenizas, las calles
céntricas multiplicaban su oferta de obras y artistas, los libros ocultos
aparecían otra vez en los estantes; volvían también algunos innombrables de
afuera, pero otros se quedaban, para siempre, lejos. Cortázar, que se había
instalado mucho antes del golpe militar de 1976 en Francia, que se había
autocalificado como “exilado” porque carecía de la elección de poder volver a
su país y porque sabía que sus palabras no podían ser leídas y escuchadas
libremente en su tierra, también eligió volver. Solo, enfermo, cansado, eligió
volver por última vez. A despedirse, a pasear por sus calles (las mismas calles
por las que caminaron todos sus personajes), a charlar cara a cara con su
madre, a saludar a los viejos amigos.
“Ese viaje lo hizo cuando no debía hacerlo,
fue muy nocivo para su salud. Estaba muy agotado, exánime, fue un gran
esfuerzo. Poco después fue internado y empezó el ciclo de los hospitales. Peleó
inconscientemente contra la enfermedad, porque tenía muchas ganas de vivir. No
estaba para nada en sus proyectos eso de morirse”, recordaba su amigo y colega
Saúl Yurkievich, años después. Pese a todo, Cortázar se dio el gusto de salir a
caminar por el centro y asistió a un único acto público durante su visita:
presenció el homenaje a los autores del Teatro Abierto en el Margarita Xirgú,
donde recibió una cálida ovación de la multitud allí presente. Cuentan que
Cortázar se emocionó como nunca por ese reconocimiento que, sabía, merecía con
creces.
Carlos Gabetta recuerda que se quedó
charlando con Julio en una esquina céntrica, plena calle Corrientes, a la
salida de un cine después de ver No habrá mas penas ni olvido, la
película basada en el libro de Osvaldo Soriano. Julio esperaba allí a un
periodista de Le Monde que debía entrevistarlo en pocos minutos. De
repente, comenzó a desfilar por la avenida una multitud: era una manifestación
por los derechos humanos. Julio guardó silencio ante la escena, hasta que
alguien lo reconoció y pegó el grito: “¡Ahí está Cortázar!”. El grito fue una
señal para todos. La manifestación trocó en tumulto alrededor del cronopio. Se
mezclaron besos y abrazos, brotaron preguntas amontonadas y sonrisas de
emoción, confundieron sus voces jóvenes que querían contarle en dos palabras
tantas sensaciones atravesadas con sus libros y esos íntimos deseos de ser por
un rato la Maga
algunas, y Oliveira otros. En el rostro de Julio no cabían tantos afectos,
tantas palabras, desde lo más profundo de su pecho latía con fuerza esa máquina
imperfecta que habría de apagarse algunos meses más tarde. Pero ese día,
rodeado de jóvenes (sus lectores, los de siempre), el corazón gopeaba contra
las paredes del cronopio, pugnando por salirse de una vez y saltar a la calle
donde los otros cronopios se despedían con un inolvidable cantito que hablaba
de un regreso y de un amor:
“¡Bien-ve-nido, carajo! ¡Bien-ve-nido, carajo!...”
La cara marcada de besos, su autógrafo
desprolijo para siempre en un montón de libros y entre sus manos, un regalo
entrañable: un ramo de jazmines. Julio aspiró el aroma de aquellas flores con
la certeza de volver a recorrer aires conocidos. Después, convidó a los amigos:
“Huelan esto... jazmines del país. Con esta fragancia, no existen en ninguna
otra parte”.
El
elefante herido
“Es
posible que Cortázar haya ido a Buenos Aires para mirarse al espejo por última
vez. Dijo que estaba enfermo y que volvería en febrero. Quería eludir a la
prensa y escaparle a la admiración beata. Temía que no lo dejaran andar en paz
por esas veredas y esas plazas que recordaba con la memoria de un elefante
herido. Pero creo que como todos nosotros le temía, sobre todo, al olvido”, escribió
días después de su muerte, Osvaldo Soriano. Pero su presencia, gigante y
conmovedora, y su compromiso inquebrantable con el socialismo, con Cuba y con
Nicaragua, no eran elementos demasiado bien vistos para ciertos personajes de
quinta categoría, instalados en el nuevo gobierno democrático. Mientras
Cortázar paseaba por Buenos Aires, el entonces presidente electo Raúl Alfonsín
organizó una recepción formal con numerosos intelectuales en un acto de
reafirmación de los principios democráticos. No faltaron allí esos
intelectuales, los Borges y los Sabato, los de extraño doble discurso, los que
elogiaron los uniformes primero y se acomodaron rápido después, sobre la hora.
Allí no estuvo Cortázar porque no fue invitado, pero él quería ir, sentía que
tenía que estar. Según el escritor Miguel Briante, el organizador central del
evento tenía el número telefónico de Cortázar, pero optó por no llamar. En ese
sentido, Soriano relató que “Julio no pidió la entrevista, pero le parecía
interesante equilibrar o contrarrestar la presencia de los Sabato y de los
extremadamente moderados en el gobierno, o gente que había estado durante la
dictadura. La idea era que alguien que había estado afuera, en el centro de la
famosa ‘campaña antiargentina’, pudiera ser recibido por el flamante Presidente
como señal de que esto iba a ser una cosa abierta. De ahí el fuerte significado
político de ese episodio”. La historia confirmaría que la cosa no iba camino a
ser “muy abierta” como se decía, y por eso la ausencia de Cortázar fue un síntoma
elocuente del futuro próximo.
Su amigo Hipólito Solari Irigoyen fue el
encargado de confirmarle, avergonzado, que no había conseguido la audiencia.
“No es nada hombre, visita más visita menos, lo que quisiera es que le fuera
bien, que maneje bien el gobierno...”, cuentan que fue la respuesta de Julio,
pocas horas antes de su partida definitiva. Quién sabe, tal vez Cortázar zafó
de tener que darle la mano al hombre que tiempo después firmaría, con esa mano,
los decretos de Punto Final y Obediencia Debida, y ese frustrado encuentro
actúa hoy como violento contraste entre el nombre de un escritor que perduraría
en el tiempo por su coherencia ideológica, por su compromiso político y por su
inasible talento; y el nombre de un político radical que, en cambio, apenas
perdura (como si hubiera algún mérito en ello).
La indiferencia arrogante en el trato con
Cortázar desde el poder político argentino fue una pose bien estudiada desde
entonces. Ya el 12 de febrero de 1984, una vez conocida la muerte del escritor
en París, el gobierno de Alfonsín envió una miserable esquela, 24 horas más
tarde y con una lacónica frase de compromiso: “Exprésole hondo pesar ante
pérdida exponente genuino de la cultura y las letras argentinas”…
“El entierro fue tristísimo. Un frío polar y
un solcito que algún piadoso dios pagano hizo filtrar entre las ramas, como
para que el cronopio mayor se fuera bajo una imagen bonaerense”, sintetizó
Javier Fernández, en una carta enviada al librero Héctor Yánover. Al entierro
del escritor, de parte de la embajada argentina “mandaron al portero”, señaló
irónico Miguel Briante. Así, en una ceremonia fría, humilde en forma extrema,
Cortázar era enterrado en suelo francés.
En silencio, como siempre, Julio se fue.
Queda para los de este lado del mar su desbordante talento y su compromiso
ejemplar, pero también nos queda esa ridícula sensación de satisfacción al
saber, casi con certeza, que la última imagen que eligió Cortázar antes de irse
fue la de nuestras calles, la imagen de su gente. Consuelo que alcanza y sobra
para un último adiós.
(Publicado
originalmente en el nro. 1 de Sudestada,
agosto de 2001)
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