Camilo Torres saltó a
la fama mundial con el mote de “el cura guerrillero”. Sin embargo, su opción
por las armas no fue una decisión antojadiza, sino la culminación de una vida
en búsqueda de la justicia social. A 85 años de su nacimiento, la investigación publicada en la revista Sudestada N° 99.
El combatiente es
anónimo, sabe que se ha unido a esta causa porque es la única forma de resolver
los problemas estructurales que marcan la injusticia de su pueblo.
Lo ha intentado
todo, lo ha meditado arduamente, en el fondo jamás pensó que ese día llegase de
verdad: las armas, la selva, el duro entrenamiento militar, la violencia, la
soledad, la realidad de ese otro al que no se puede acceder por la vía del
diálogo.
Lleva un mes y
medio aprendiendo a convivir con esa situación, sabe que para combatir necesita
un fusil. Lleva tres días emboscado esperando. Le han dicho que la única forma
de conseguir el fusil es robárselo al enemigo.
La impaciencia le
pica más que los mosquitos.
Suenan los
disparos, retumba la selva, se aceleran las imágenes, apunta su revólver y
dispara siete veces. Silencio. A pocos pasos delante de él, en medio del barro,
al lado del enemigo muerto, yace su fusil.
Camilo Torres
Restrepo nació en cuna de oro, en la capital del país del oro, en
Bogotá, un 3 de febrero de 1929. Descendiente por cuatro ramas de familias
tradicionales de Colombia, sus primeros años de vida transcurren entre las
lujosas recepciones del Hotel Ritz (regenteado por su madre, Isabel Restrepo
Gaviria) y los salones europeos (siguiendo la carrera diplomática de su padre,
Calixto Torres Umaña). Forma parte de la joven oligarquía bogotana que, a
caballo del boom económico de los Estados Unidos, las compensaciones a
Colombia por la anexión de Panamá y el desembarco de las nacientes empresas
multinacionales en los negocios del oro, el petróleo y las plantaciones de
bananos, vive una época que los historiadores bautizarán como la “Danza de los
Millones”.
Claro, bien lo
sabemos, el baile de salón no es para todos. La explotación laboral y la
desigualdad social provocan una huelga general que el Ejército colombiano, por
orden de la United
Fruit Company, reprime disparando sobre las
familias de miles de trabajadores en la llamada Masacre de las Bananeras en
1928.
A punto de
encaminarse a presidente, tras la insistente denuncia en el Congreso de esta y
otras atroces injusticias, un par de décadas más adelante, en 1948, el abogado
y líder político liberal Jorge Leicer Gaitán es brutalmente asesinado.
Los colombianos
salen a las calles en un feroz estallido popular conocido como “el Bogotazo” y
se inaugura, así, una época que los
historiadores bautizarán como “La
Violencia”.
Recluido en el
Seminario Conciliar de Bogotá, pocas serán las informaciones que de estos
hechos llegarán a oídos de un adolescente Camilo. La decisión de dejar la
carrera de Derecho y meterse a cura ha desatado un escándalo entre padres y
amigos. Sin embargo, el joven dice haber encontrado su vocación. Sus días
transcurren entre sotanas, pasillos desolados, púlpitos con hombres de rodillas
y rígidos estudios en teología, filosofía, economía y otras ciencias sociales.
“Era la tarde del 9
de abril, como rugidos del infierno repercutieron en los oídos de los creyentes
las más horrendas blasfemias contra Dios, vomitadas por bocas impías en todo el
suelo de la patria”, dice la pastoral del obispo Miguel Ángel Builes en alusión
al Bogotazo. El vocero de la
Iglesia en temas políticos ya ha definido al Partido Liberal
como “un verdadero sanedrín judío contra Cristo” y prevenido a los creyentes
sobre “el espíritu verdaderamente diabólico del liberal-comunismo y sus
secuaces”.
La institución
católica será una de las más fervientes herramientas del régimen que bajo la
presidencia de Laureano Gómez dejará durante la década del 50 un millonario
tendal de muertos y desplazados en Colombia. La esmeralda más grande del mundo
será el regalo con el que el líder conservador convencerá al papa Pío XII de
nombrar al frente del arzobispado de Bogotá a un hombre de su confianza.
Camilo Torres
estudia y reflexiona; y una tarde después del almuerzo, curioso por aquellos
entrometidos ranchos que solitarios y endebles hacen equilibrio al filo de la
montaña que encierra el seminario, decide arremangarse la sotana y trepar la
cuesta rumbo a una realidad desconocida. En aquellas miserables chozas de picapedreros
y desplazados por La Violencia,
el joven seminarista finalmente entrará en contacto con aquello que los libros
llaman “la pobreza”.
“–Por lo que usted
acaba de afirmar, puedo deducir que los dos estamos de acuerdo en que la
revolución es necesaria. Diferimos únicamente en la forma como se ha de
realizar esa etapa histórica. Ahora bien, le pregunto: ¿en cuánto tiempo
piensan ustedes realizar la ‘revolución’ sin que ello implique un derramamiento
de sangre?...
–¿Esa pregunta me
la hace usted como cristiano, o como dirigente político?... Si es como lo
primero, le digo que en cuanto tal, más siendo sacerdote, eso no me incumbe
sino en sentido negativo. Si ese derramamiento de sangre implica odio de
cualquier clase que sea, nunca lo podremos realizar. Si es como dirigente
político, creo que no lo soy ni lo debo ser y por lo tanto no puedo
responderle. Sin embargo, yo creo que un dirigente político cristiano no puede
rehuir esa respuesta. Con todo, no la podría contestar sino teniendo en cuenta
circunstancias históricas muy determinadas”, le contestó Camilo a Piedrahita.
Rafael Maldonado
Piedrahita y Camilo Torres se conocieron en la casa de Isabel Restrepo Gaviria.
“Te presento a mi ateo de cabecera”, le dijo Isabel a su hijo.
Al principio, el
joven escritor se mofó del curita colombiano que estaba de vacaciones de sus
estudios en el exterior. Pero con el correr de las respuestas, la sorpresa
fue in crescendo. Aquel muchacho de sotana admitía que Colombia era un
país dominado por el afán capitalista de los Estados Unidos y que la Iglesia debía dejar de
lado muchas de sus rígidas estructuras y formalismos para enfrentar la realidad
social que vivía el país. Admitía que el catolicismo debía agradecerle esta
nueva inquietud al Manifiesto socialista de Carl Marx.
Tras consagrarse
como sacerdote, Camilo Torres había decidido estudiar Sociología en la Universidad de Lovaina
(Bélgica). Aquel era un fortín de la Democracia Cristiana
y sede de la
Confederación Internacional de Sindicatos Cristianos, surgida
tras las luchas del movimiento obrero belga. Allí estudiaban muchos jóvenes
latinoamericanos de decidida vocación social, se dictaban teorías marxistas y
se fomentaba a los curas a dejar sus lujosas costumbres y convivir mano a mano
con el pueblo. Bajo estas influencias, Camilo decide vender su auto y pasar
las vacaciones trabajando con los mineros de Marchin o con los sin techo de
París en los equipos del famoso Abate Pierre. Funda el Equipo Colombiano de
Investigación Socioeconómica y es nombrado vicerrector del Colegio
Latinoamericano, un instituto donde se preparaban sacerdotes europeos para
misiones en América Latina. Su actividad es intensa, viajando por todo el viejo
continente o conviviendo con refugiados del Frente Nacional de Liberación de
Argelia o consejeros obreros del comunismo independiente de Belgrado. Su activismo
es frenético y no cesa en su visita a Bogotá en junio de 1956. Su carisma y sus
palabras causan sensación por donde pasa, y su figura comienza a propagarse por
diferentes círculos. Incluso colabora en el libro Conversaciones con un
cura colombiano, que Maldonado publica al año siguiente de aquellos
encuentros.
En marzo de 1959,
recién vuelto de Europa tras unos meses de estudios en la Facultad de Sociología de
la Universidad
de Minessota, Camilo es designado capellán de la Universidad Nacional
de Bogotá. La reciente Revolución cubana ha causado conmoción entre los
estudiantes y el despacho de aquel simpático curita con ideas socialistas
pronto se transforma en un lugar de encuentro.
Camilo comienza a
dar clases en el Departamento de Sociología de la Universidad de
Ciencias Económicas y luego, junto con Orlando Fals Borda, funda la Facultad de Sociología.
También, con la misión de acercar a los estudiantes la realidad social
colombiana, crea el Movimiento Universitario de Promoción Comunal, con el que
realizan investigaciones, cursos de formación y programas de acción comunitaria
en las zonas periféricas de Bogotá. Ingresa a la Escuela Superior
de Administración Pública (ESAP) y al Comité Técnico del Instituto Colombiano
de Reforma Agraria (INCORA). En todas y cada una de sus numerosas actividades
chocará con la lentitud y el desinterés de la burocracia estatal, amén del
prejuicio conservador de su Iglesia. En cambio, en su afán de soluciones para
las problemáticas sociales colombianas, comenzará a trabar amistad con
estudiantes y líderes sociales ligados al comunismo.
Cuando una de sus
alumnas, María Arango, militante de la Juventud Comunista,
lo invita a un congreso organizado por el Partido en Moscú, Camilo le contesta
con cierta ironía: “Gracias, pero el día que yo me meta en política, cuelgo la
sotana y agarro el fusil”.
Un par de años
después, una manifestación de estudiantes apedrea las instalaciones del diario
El Tiempo y del Palacio Arzobispal. Tras los incidentes, el rector de la Universidad decide expulsar
sin investigación previa a diez alumnos, entre ellos, a María Arango. Camilo
interviene a favor de los expulsados y, por pedido de los alumnos, celebra una
misa en honor a los universitarios caídos por la represión estatal. “Aunque
algunos estudiantes sacrificados no hubieran sido católicos, si habían vivido
y habían muerto de buena fe en sus creencias, podrían haberse salvado”, opina
el capellán en su sermón. El diario El Tiempo aprovecha para publicar
que el cura Torres ha dicho que “los comunistas van al cielo”.
Su figura es hace
rato un rumor inevitable para la prensa. Activo, carismático, buen mozo, hijo
de buena familia y empedernido tomador de whisky en reuniones de alta sociedad,
profesional, activista social, funcionario público, amigo de pobres, ateos y
comunistas, cuestionador de las jerarquías y las formas; su andar dentro de la
institución eclesiástica es lo más parecido al de un elefante en un bazar.
Aquellos incidentes
son la excusa perfecta. Por orden del cardenal Luis Concha, Camilo Torres debe
renunciar a todas sus actividades en la Universidad Nacional
y trasladarse a la iglesia de Veracruz, una parroquia de la clase alta de
Bogotá.
A pesar de ello,
sus actividades políticas no cesan y cubren todo el país, entre las que está la convivencia con
campesinos desplazados de la costa atlántica y el departamento de Tolima (donde
luego nacerían las Repúblicas Independientes). A sus puertas llegan pedidos de
formación tan extraños y disímiles como el de entrenar militares a la órdenes
del coronel Álvaro Valencia Tovar (famoso por su participación en la Guerra de Corea y la
represión de la guerrilla en los Llanos Orientales) o campesinos de esa misma
zona, por pedido de Eduardo Franco (precisamente uno de los ex-líderes de la
guerrilla). En todos los ofrecimientos, Camilo ve oportunidades de relacionarse
con el pueblo colombiano. Mientras, crece su figura como confesor y maestro de
ceremonias en bautismos de las élites bogotanas, realiza viajes por el
continente en reuniones con sus ex-compañeros de Lovaina y va desarrollando
diferentes tratados sociológicos. En uno de 1963, “La Violencia y los cambios
socioculturales en las áreas rurales colombianas”, valora la posibilidad que
los grupos guerrilleros creados en esa época habían dado al campesinado de
legitimizarse y adquirir conocimientos y autonomía, independizándose de la
férrea estructura social colombiana. Entre otras cosas, esboza que ningún
cambio real se producirá en Colombia sin recurrir a medios violentos.
“Lo que distinguía
a Camilo era precisamente ese afán de acercarse a los trabajadores. Como
intelectual no era nada erudito; incompletos quedaban sus análisis, sus
artículos y pronunciamientos casi siempre torpes, a veces hasta inexactos en
algún detalle. Pero eso sí, duros y desafiantes. Sus adversarios se defendían
como podían. Los marxólogos se burlaban de él y los tecnócratas del gobierno lo
miraban con una sonrisa indulgente; los obispos, en cambio, lo censuraban y los
politiqueros bufaban de rabia. Y todos, unánimemente, empezaban a cerrarle la
puerta. Al mismo tiempo, otras puertas se le iban abriendo. Eran puertas hechas
de lata o de tablas viejas o de láminas de cartón, que daban entrada a chozas
de obreros y campesinos donde Camilo era siempre bienvenido”, es la descripción
que el biógrafo Joe Broderick hace del cura Torres en aquellas épocas.
“Los
progresistas somos muy inteligentes. Hablamos muy bien. Tenemos popularidad.
Cuando estamos
juntos somos realmente simpáticos. Pero la reacción mueve uno de sus
poderosos dedos, ¡y nos paraliza! No podemos seguir así, sin organización y sin
armas iguales”, le escribe
Camilo Torres a un amigo en junio de 1964.
Con treinta
millones de dólares y dieciséis soldados montados sobre helicópteros, con la
ayuda de los Estados Unidos y sus más modernas técnicas de combate (el napalm y
la guerra bacteriológica), el gobierno colombiano pone fin a las Repúblicas
Independientes del Tolima, un intento de los campesinos desplazados de
construir en lo alto de las montañas un mundo diferente, con cultivos
autosustentables, gobiernos y ejércitos propios.
Ante el anuncio de
la operación por parte del gobierno, Camilo –que conoce y ha convivido con esos
campesinos–, junto a los curas Gustavo Pérez y Germán Guzmán, el sociólogo
Orlando Fals Borda, el abogado Eduardo Umaña Luna, y el político izquierdista,
Garavito Muñoz, decide conformar una misión de paz. El gobierno los desautoriza
y la curia les niega el permiso. De todo se enteran por El Tiempo.
Camilo esta vez no
se quedará afuera de la información veraz. Las noticias no le llegarán a través
de los dichos de la curia o los diarios oficiales, sino a través de sus
contactos con el Partido Comunista en Tolima.
Tras el bombardeo,
los sobrevivientes de la masacre de Marquetalia crean el Bloque Guerrillero del
Sur. Así nacen las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC).
Ese mismo mes,
Camilo presentará el estudio “La desintegración social en Colombia: se están
gestando dos subculturas”. Allí afirma: “es posible que en Colombia se estén
gestando dos subculturas, cada vez más disímiles, independientes y antagónicas.
La de reforma urbana con solo una casa para todo ciudadano; nacionalización de
bancos, hospitales, compañías de seguros, transporte público, radio y
televisión; y la explotación de todos los recursos naturales por el
Estado”. Afirma, entre otras cosas: “la defensa de la soberanía
nacional estará a cargo de todo el pueblo” o “la mujer participará, en
pie de igualdad con el hombre, en las actividades económicas, políticas y
sociales del país”.
Mientras crecen sus
confrontaciones con el Estado y la
Iglesia, su imagen popular empieza a quebrar todos los cauces.
Después de muchos intentos y deliberaciones, acorralado por las presiones de la
curia, Camilo finalmente decide renunciar a la Iglesia y abocarse a la
política: “Descubrí el cristianismo como una vida centrada totalmente en el
amor al prójimo; me di cuenta de que valía la pena comprometerse en este amor,
en esta vida, por lo que escogí el sacerdocio para convertirme en un servidor
de la humanidad. Fue después de esto cuando comprendí que en Colombia no se
podía realizar este amor simplemente por la beneficencia sino que urgía un
cambio de estructuras políticas, económicas y sociales que exigían una
revolución a la cual dicho amor estaba íntimamente ligado”, afirma.
“¿A qué llama usted
revolución?”, le pregunta el periodista francés Jean-Pierre Sergent.
“A un cambio
fundamental de las estructuras económicas, sociales y políticas. Considero
esencial la toma del poder por la clase popular, ya que a partir de ella vienen
las realizaciones revolucionarias (…) Mi convicción es la de que el pueblo
tiene suficiente justificación para una vía violenta”, responde a la vez que
enumera parte de sus propuestas: reforma agraria y urbana, planificación
integral de la economía, establecimiento de relaciones internacionales con
todos los países del mundo, nacionalización de todas las fuentes de producción,
de la banca, los transportes, los hospitales y los servicios de salud…
“Mientras no seamos
capaces de abandonar nuestro sistema de vida burgués, no podremos ser revolucionarios.
El inconformismo cuesta, y cuesta caro. Cuesta descenso en el nivel de vida,
cuesta destituciones de los empleos, cambiar y descender de ocupación, cambiar
de barrio y de vestido. Puede ser que implique el paso a una actividad
puramente manual. El arquitecto inconformista, por ejemplo, debe estar
dispuesto a trabajar como albañil, si ese es el precio que le exige la
estructura vigente para subsistir sin traicionarse. El inconformismo puede
implicar el paso de la ciudad al campo, o al monte...”, clama ante los estudiantes
de la
Universidad Nacional.
En cinco meses, su
Frente Unido traspasa las fronteras de la popularidad por encima de cualquier
estructura partidaria, incluso hasta los toques de queda y la represión del
Ejército. Su plataforma electoral clama por la abstención y sus famosos mensajes
a los cristianos, los comunistas, los militares, los no alineados, los
sindicalistas, los estudiantes, los campesinos, las mujeres, la oligarquía y
los presos políticos, llaman a la “revolución” más allá de las estructuras de
poder. Sin embargo, su carrera política no parece tener bases suficientes. Más
allá de la popularidad, Camilo encuentra la misma rigidez y burocracia de la Iglesia y del Estado en
los partidos políticos que lo apoyan. El Partido Comunista y la Democracia Cristiana,
a pesar del fervor popular en torno al cura revolucionario, no cesan de enfrentarse
por nimiedades entre ellos y aun en el interior de sus formaciones. La carrera
política de Camilo se sostiene alrededor de un par de buenos amigos, los
líderes estudiantiles Jaime Arenas y Manuel Vásquez, y Guitemie Olivier, vieja
amiga de los tiempos de trabajo social junto a los refugiados del Frente
Nacional de Liberación de Argelia. Mientras tanto, comienza a recibir intentos
de sobornos, y luego amenazas de parte del gobierno.
Cuando en 2008,
después del controvertido ataque del Ejército colombiano al campamento de las
FARC en Ecuador, la prensa anunció la muerte de Raúl Reyes, pocos supieron que
aquel dirigente de la más antigua guerrilla viviente de Latinoamérica había
comenzado sus intentos revolucionarios como sindicalista de la alimentación y
militante del PC. Raúl Reyes no eligió entre política y guerra. Amenazado de
muerte, tomó las armas para salvar su vida. El sindicato al cual pertenecía,
Sinaltrainal, ha recorrido el mundo denunciando el uso de fuerzas paramilitares
por parte de multinacionales como Nestlé o Coca Cola para el
amedrentamiento de sindicalistas, con más de veinte compañeros asesinados en lo
que va de su existencia. El mismo año de la muerte de Reyes, el Tribunal Permanente
de los Pueblos, convocado por Sinaltrainal, condenó al gobierno colombiano y al
de los Estados Unidos, en complicidad con un buen número de empresas
multinacionales y organismos internacionales, por el asesinato sistemático de
líderes sociales en Colombia.
A la Masacre de las Bananeras,
el asesinato de Jorge Leicer Gaitán, los desplazamientos y muertes de La Violencia o la Operación Marquetalia,
debe sumarse, entre otros, el asesinato del candidato a presidente Luis Carlos
Galán en 1989 o el exterminio durante esa década de la Unión Patriótica,
el partido surgido del acuerdo de paz con la guerrilla, a quien las fuerzas
paramilitares asesinaron más de 4.000 dirigentes, incluyendo su principal
líder, Carlos Pizarro, y dos candidatos a presidentes, 8 congresistas, 13
diputados, 70 concejales y 11 alcaldes.
El gobierno de
Álvaro Uribe Vélez ha dejado un tendal de 30 millones de pobres, 9 millones de
indigentes; 4,9 millones de desplazados, 250.000 desaparecidos, 3.000 falsos
positivos y 600 sindicalistas asesinados desde 2002. “Falsos positivos” es el
modismo con el que los colombianos denominan al arresto sin condena de
campesinos, indígenas, jóvenes de los barrios marginales, intelectuales y
dirigentes sociales, con la excusa de que colaboran con la guerrilla. Entre los
más renombrados, está el caso de Miguel Ángel Beltrán, sociólogo y profesor de
la Universidad
Nacional, deportado de México por supuestas vinculaciones con
las FARC. A casi dos años de su secuestro, aun sin pruebas en su contra, el
catedrático, cuyo único acto de “terrorismo” ha sido, hasta el momento, sus
trabajos académicos que critican el plan de Seguridad Democrática de Uribe,
sigue preso.
A pesar de ello, y
de las fosas comunes que día a día se suman al recuento de las masacres sobre
los pueblos originarios perpetuadas por los grupos paramilitares en vinculación
con el gobierno Colombiano y de los Estados Unidos, son muchos los movimientos
que hoy siguen abogando por una vía pacífica en Colombia.
¿Habría podido sobrevivir
Camilo Torres a esta realidad? ¿Hubiera sido válida su opción política? ¿Cuál
era el papel que debía desempeñar este joven de cuna de oro con vocación
social?
“¿La vida de Camilo
si no se hubiera metido a la guerrilla? Muy hipotética la pregunta, por
supuesto. Camilo habría organizado un movimiento político de largo aliento, tal
vez; un movimiento frustrado finalmente, como tantos que han aparecido en
Colombia a lo largo de las últimas décadas. Incluso podría haber sido eliminado
por la vía de la masacre generalizada, el genocidio, como fue el caso de la Unión Patriótica.
Aquí la élite, la oligarquía colombiana, no permite que ninguna oposición real
prospere. Camilo podría haber servido en el Congreso de la República, como senador
o representante. En cualquier caso, su vida habría terminado en una
frustración, creo yo”, opina Broderick.
Calle 80. Tres
jóvenes esperan impacientes debajo de un árbol. Frente a ellos un auto con
matrícula de Santander mantiene el motor prendido. Un hombre se acerca caminando
rápidamente entre la lluvia, se aproxima al coche, abre la puerta y tira un
maletín sobre el asiento trasero. Es la señal, Camilo abraza a Jaime y
Guitemie, y les pide que por favor cuiden de su madre. Apura el paso y sube al
coche. No lleva mucho, su pipa, un poco de tabaco y una pequeña edición de la Biblia. El viaje es
largo y trata de dormir. No lo logra. Finalmente ha recibido la orden de unirse
a la guerrilla. Desde hace meses ha estado en contacto con ellos.
“El pueblo no
cree en las elecciones. El pueblo sabe que las vías legales están agotadas. El
pueblo sabe que no queda sino la vía armada (...) Yo quiero decirle al pueblo
que este es el momento. Que no los he traicionado. Que he recorrido las plazas
de los pueblos y ciudades clamando por la unidad y la organización de la clase
popular para la toma del poder. Que he pedido que nos entreguemos por estos
objetivos hasta la muerte…”.
La proclama sale en
El Tiempo y en todos los principales diarios del país con una foto de
Camilo junto a los líderes del ELN, Fabio Vásquez Castaño y Víctor Medina
Morón.
Sin su presencia,
el Frente Unido se desbanda. El gobierno envía al coronel Valencia Tobar a la
zona de conflicto para atraparlo. Quizás junto a él, a alguno de los soldados a
los que Camilo brindaba capacitación en la selva. Su imagen ligada a la del
grupo guerrillero es muy peligrosa. Su lugar en el frente de batalla, también.
Sin embargo, Castaño no puede convencer al cura. No hay forma de explicarle que
no es prudente que los acompañe en aquella operación. Camilo ya ha recibido el
entrenamiento, ha compartido almuerzo y chistes con los compañeros, le han
dicho que la única forma de conseguir su fusil es robárselo al enemigo, se
niega a recibir ningún trato diferenciado. Son las reglas del grupo, esgrime.
Son las reglas de la sociedad igualitaria por la que están dispuestos a dar la
vida, dice. Y Castaño acepta su posición.
Aquella mañana, en
el fragor de la batalla, cuando extiende su mano para tomar su fusil, Camilo
Torres recibe una metralla de balas. Un par de compañeros intentan rescatarlo.
Es inútil, también pierden la vida. El comando se retira. La operación ha
fracasado.
En el suelo yace el
cuerpo sin vida de Camilo Torres, el cura guerrillero.
1 comentario:
Gracias por la entrada...muy buena...solo querría decir que los Falsos positivos ha sido fundamentalmente ejecuciones extrajudiciales de las fuerzas armadas del estado colombiano. y finalmente, que Miguel Angel Beltrán ya esta en libertad.
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