El horizonte que permanece


por Felipe Montalva (desde Chile)
 
A fines de noviembre falleció Luis Báez, pescador artesanal de Queule, Chile, que fue entrevistado por el autor para una nota sobre la ley de pesca en ese país publicada en la revista Sudestada Nº 115 de diciembre de 2012. El recuerdo de un trabajador que se la jugó, hasta último momento, por la dignidad de su gente.


 
 Acaba de fallecer en Temuco, Luis Báez Paillapán, pescador artesanal de Queule.

Conocí a Báez, al Chico Báez, como le llamaban los vecinos, amigos y compañeros de trabajo hará un par de años, a raíz de un trabajo junto a la revista Marejada, perteneciente al sindicato de buzos y pescadores artesanales de esa pequeña y lluviosa caleta, puesta en el rincón más sureño de la Araucanía.

Quizás Queule y Báez se asemejaban. Ambos eran menudos, medio mapuche y escondían un mundo interior gigante así como una sinceridad que no se amilanaba ni con el viento norte. Al igual que muchos de los viejos, que es como los pescadores se tratan entre sí, Báez había entrado a la mar a trabajar, siendo niño. Se ganó los pesos en sus primeros años como buzo, faena en la que dio las primeras muestras del talante reflexivo que lo caracterizaría. Al entrevistarlo un sábado de la primavera de 2012, para una nota para revista Sudestada, sobre el muelle de la caleta, en medio de la febril actividad que allí existe cuando llega pescado, me contó sobre aquello:

“Ser buzo es un trabajo de inteligencia”, meditaba, “si te pones contra la corrien te, te cansas, consumes oxígeno y no sacas nada”.

Conversar con Báez siempre era un desafío al tiempo. Del mismo modo en que lo hacen los peñis en las comunidades, el hombre comenzaba a hablar de su pasado, largamente, con hartos detalles, para luego referirse al asunto al que iba en concreto. En esas frases uno, sin querer, iba enterándose de los hitos de su vida, de sus afectos y sus pesares. Así, a través de sus palabras que iban y venían del pasado, como si se hundieran en las bodegas de lo infinito, uno iba conociendo a su padre y su ética, las casas en que había habitado, y los primeros años que pasó con su mujer.   

Al lado de su padre, por ejemplo, y en búsqueda de los medios de subsistencia, -contó- había recorrido varios lugares de La Araucanía y hasta de la Argentina. Queule, Victoria, San José de la Mariquina y Villa Regina eran las paradas de un viaje que tenía idas y regresos.

De buzo una vez, muy joven y por atropellado, -me narró-, tuvo una accidente que casi le costó la vida:

“Un buzo siempre sabe que si ve una zona superficial llena de locos es que otros buzos no se han podido acercar por algún motivo. Pero uno de joven es weón, es ambicioso... Esa vez, yo vi un montón de locos en un hueco por el que ya había pasado, y me atreví... Una ola me arrastró y choqué contra una piedra, quedé aturdido y fue una suerte que, con el golpe, se me soltó el cinturón con el que andaba porque pude flotar, si no quedo inconciente bajo el agua y me muero”.    

En esos retornos a lo vivido, Báez reconocía que esos costalazos de algo le habían servido. El hombre además leía. Una vez contó:

“Mi padre siempre me exigió que leyera, que me informara, aunque sea de un diario viejo. Uno siempre puede sacar algo valioso para entender el mundo. También conversar con la gente... Siempre se aprende algo”.

Báez leía, efectivamente, de todo, y con todo. Durante nuestro trabajo editorial junto a la revista Marejada, se dedicaba a revisar cuidadosamente, con ceño fruncido y gesto atento, lo que había sido publicado en cada número. Al llegar el día de la reunión semanal entre el equipo técnico y el comité editorial, integrado por hombres y mujeres pertenecientes al sindicato de pescadores, Báez emitía juicios determinados sobre variados aspectos de la revista. Quizás me estoy adelantando... pero a mi también el recuerdo me funciona de esta manera: Con trozos diversos que se allegan aquí y allá. Como cuando ha habido temporal y la playa queda llena de pedazos de embarcaciones, troncos y cochayuyos.

El accidente de buzo le hizo cambiar el rubro en la mar. Se subió a una lancha y estuvo de pescador durante años. Fue en ese período, a mediados de los años 80, cuando comenzó a interesarse, según narraba, por las condiciones laborales de su gente. De cómo solos resultaba difícil sobrellevar el rigor de ese trabajo. Que la libertad de la que se enorgullece el pescador artesanal, en algunas ocasiones, le juega en contra; que el dinero nunca era abundante y, en cambio, el frío y la lluvia sí; y que había otros que se beneficiaban más que el que se jugaba el pellejo, durante días y noches, en medio del oleaje. Esa preocupación crecía mientras la época era adversa. Eran años dictatoriales.

Báez siguió el impulso sindicalizador que la gente de la vecina caleta La Barra había enarbolado, a partir del empeño de Saturnino Ulloa, su hijo, Aldo, y los viejos de ese lugar donde ruge el río Toltén. Así fue como a inicios de los 90, todos estos hombres ineludibles formaron la primera Federación de Pescadores Artesanales de La Araucanía, sin lugar a dudas, un hito en la defensa del modo de vida de los hombres y mujeres de mar, de esa parte del sur; si me lo permiten, del Lafkénmapu.  

Alguna vez, en esos ires y venires por Queule, y por los caminos del interior, en su carreteada camioneta blanca rumbo a Toltén, La Barra, Treke, o Nigue, Báez habló de esos años en la Federación. De cómo había que actuar con los gobiernos de turno. De cuándo era necesaria la movilización y cuando no. De lo que lograron con la organización. De no perder nunca el horizonte de la dignidad del pescador. Báez evocaba, con ese singular sentido del humor, con esa mediasonrisa en la que uno podía adivinar al niño que había sido, cómo el viejo Saturnino lo increpaba en una pausa, en medio de alguna reunión con el intendente regional, en Temuco, para que no perdiera esa centralidad, esa mirada superior de la lucha:

“El viejo me retaba y me decía: “Bueno, Chico, ¿¡Cómo es la weá!? ¿Voh estai con nosotros o no?”.

Esa centralidad significaba no perderse con las peleas chicas; por ejemplo, no caer en el juego de la cuotas. O la mayor o menor cantidad de plata para herramientas para la pesca, que eran necesarias pero donde lo trascendente era la dignidad de los pescadores y sus familias. Así como los peces en el mar; la contensión a los industriales; la asociación con otros sectores sociales. Ese era el horizonte que no había que perder. Para esa entrevista de hace un par de años, me señalaba:

“Ser pescador no es tener un número de carnet. Aca en Queule, los pescadores no se interesan aún en la ley de pesca... Mientras haya pesca. Han disminuido las cantidades pero no las especies. El pescador cree si se acaba la corvina todavía le queda la sierra, y si se acaba esta, queda la reineta. El criterio del pescador acá es distinto que en el norte donde ya no quedan ciertas especies de pescado; aquí el viejo tiene una mirada cortoplacista que finalmente lo va a perdudicar”.

Hasta sus últimos meses, Báez trabajó en el muelle de la caleta Queule, controlando lo que salía desde las bodegas de las lanchas a los camiones de los distribuidores. Llevaba la cuenta en una libreta. Siempre estuvo en la primera línea de la organización. Sugiriendo, opinando, reconociendo, como decía, a la gente que había estado antes que él, y que también había luchado. Fue un impulsor de la Cooperativa PescaQueule, pensada como un mecanismo para agregarle valor al pescado y para ir terminando con la dependencia del pescador de la cadena de intermediarios. Advirtió que las sucesivas leyes de pesca, tanto de los gobiernos de la concertación como de la derecha, estaban minando no sólo la fuente de los recursos de su actividad sino que ese modelo neoliberal, individualista, depredador, comenzaba a hacerse presente en las cabezas de muchos pescadores:

“El pescador vive mejor que antes. Tú puedes ver que la mayoría de las casas tienen un TV plasma, o conexión a cable; el pescador anda bien vestido y alimentado; algunos hasta tienen su auto o su camioneta pero eso no significa que eso vaya a durar siempre. Hay poca conciencia, hay mucho individualismo y es una tarea de los dirigentes convocarlos y hacerles entender”.

Debo decir, a modo personal, que el Chico Báez apoyó vivamente la experiencia de revista Marejada de Queule, por las mismas razones anteriormente citadas. Le importaba mucho el trabajo de educación que la publicación intentaba en un lugar donde no desembarcan ni diarios ni revistas, ni mucho menos existen medios de comunicación en manos de pescadores, campesinos ni comunidades mapuche. Respaldó con disciplina la constitución del Comité Editorial de la revista, donde semana a semana, junto a siete hombres y mujeres del Sindicato, proponía los temas que debían ir en cada número del revista, así como velaba porque el lenguaje, el diseño, las fotos y la mirada fuera aquella no sólo comprensible para el lector(a) sino además, aquel que respaldara la formación de ideas en ese micromundo pescador y mapuche. Báez también apreció el taller de comunicaciones que Marejada desarrollaba con niños y niñas de la escuela queulina Rayén Lafkén, muchos de ellos, hijos e hijas de pescadores.

En la clausura de dicho taller, junto a los estudiantes y profesores de la escuela, el Chico Báez señalaba:

“Espero que podamos seguir fomentando la información. Si hay una cosa que yo he visto es que por falta de información se cometen grandes errores y que pagan los demás, por la omisión de algunos. Me siento contento de ser parte de este trabajo. Creo que el orgullo que sienten los padres lo siento yo... porque hemos roto un círculo igual. Todos sabemos que la educación, en la mayoría de los países, es vertical. Lo que se dice de arriba es lo que se enseña abajo y lo que se tiene que hacer. Con esta revista, hemos logrado romper un poco ese vicio que había”.

Luis Báez Paillapán ha fallecido. Su hijo es pescador y tras años de arduo empuje, desde hace algunos meses, tiene su lancha propia. Sigue la historia de su viejo, en el mar. Pese a todo. Hace unos días, intentaba decirle que su padre vivió intensamente la difícil y, muchas veces contradictoria vida de los pescadores artesanales. Algo en él siempre se mantuvo. Mirar hacia adelante y luchar por una vida mejor para su gente, evitando los acomodos políticos y del dinero. Intentando hasta último momento aportar a la organización y a su caleta. 

En momentos como los actuales, donde la vida se hace más complicada para los pescadores y sus familias, cuando el mar ya se ha hipotecado con la reciente ley de pesca, y donde en muchos hogares campea la incertidumbre y la desconfianza hacia dirigentes sindicales, bien vale recordar a este pequeño inmenso hombre del Lafkénmapu.

Báez. El Chico Báez. El hombre ya no está pero sus palabras y su ética perviven como ese horizonte al que hay que mirar para no extraviarse. 





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