por Hugo Montero e Ignacio Portela
Cantor popular, compositor, director teatral, miembro
del Comité Central de las Juventudes Comunistas. Víctor Jara fue uno y todos.
Sus canciones, su compromiso, su sensibilidad son las razones de la vigencia de
su música. Crónica de sus últimas horas, este artículo es también homenaje y
búsqueda. Santiago de Chile, septiembre de 1973, fue el escenario. Una jauría
sobre la Moneda, y un cantor con las horas contadas, sentado en las tribunas,
rodeado de prisioneros y compañeros, escribe su canción final. La historia de
los pueblos de América le hace un lugar a esos versos que derrotan a la muerte.
1. “Esta será seguramente la
última oportunidad en que me dirija a ustedes... Ante los hechos, solo me cabe
decir a los trabajadores: yo no voy a renunciar. Colocado en un tránsito
histórico, pagaré con mi vida la lealtad del pueblo...”. La voz llegaba sucia de interferencias
y frituras. Por momentos, la voz se perdía, se hacía inaudible, se hacía
zumbido infernal, envuelta en una lluvia de rumores agudos. No había forma de
mejorar la sintonía de Radio Magallanes. No había manera, entonces, de mejorar la
recepción de ese mensaje, el último, de esa voz. Las otras radios ya estaban en
silencio hacía rato, o una música marcial uniformaba sus transmisiones. Quedaba
Magallanes, esa voz, y un puñado de palabras que exigían un esfuerzo inusual de
parte de los oyentes, del otro lado del parlante.
“Y les digo que tengo la certeza de que la semilla que entregáramos a
la conciencia digna de miles y miles de chilenos no puede ser segada
definitivamente... No se detienen los procesos históricos ni con el crimen ni con
la fuerza. La historia es nuestra y la hacen los pueblos...” La voz se iba
apagando. Las palabras de despedida del presidente Salvador Allende perdían
fuerza ya, y se dejaban ganar por los ruidos y frituras que intentaban obstruir
la emisión. “En cualquier momento nos pueden interrumpir, pero seguiremos
aquí hasta el final...”, acotó el locutor de Magallanes, una vez finalizado
el mensaje de Allende.
Sentados frente a la radio, Víctor y Joan se miraron un instante eterno,
en silencio. Él renegaba todavía con el dial de Magallanes. Ella miraba la
mañana gris que dibujaba el contorno de la ventana. El ruido del teléfono los
desgarró de la escena y los hizo volver a la trágica realidad.
“Tengo que ir”, le susurró él, de regreso de atender el llamado. Ella
buscó las palabras justas, las más prudentes, las más oportunas, para
persuadirlo de su decisión. Pero no las encontró, o Víctor no dejó que las
encontrara. La miró, apenas, con sus ojos que hablan, y ella supo que él tenía
que ir.
Para el mediodía de ese nublado lunes 11 de septiembre de 1973, Víctor
Jara tenía previsto asistir y cantar en la inauguración del festival “Por la
vida. Contra el fascismo”, en la Universidad Técnica de Santiago. El afiche de
difusión del evento, donde el presidente Allende anunciaría la realización de
un plebiscito como último intento para frenar la embestida militar, mostraba a
una joven amamantado a su bebé, y su sombra era un charco de sangre. El
fascismo no era una amenaza en Chile en esos días. El fascismo era pura
presencia, estaba en la calle, se olfateaba en cada esquina.
Víctor saludó sin ceremonias a Joan, como quien está seguro de un pronto
regreso, y salió con su auto. Tuvo que hacer un amplio rodeo para llegar hasta
el campus de la Universidad: el centro de Santiago ya estaba en manos de los
chacales. Tanques y tropas en movimiento, disparos, miedo, iban preparando el
terreno para asestar el golpe de gracia contra el gobierno de la Unidad
Popular.
Pese a todo, Víctor llegó a la Universidad casi al mismo tiempo que una
bandada de sombras siniestras surcaron el cielo gris. Iban en busca de su
presa. Los chacales ya sobrevolaban la Moneda.
Víctor bajó del auto en el estacionamiento. Un momento antes, se había
resignado a perder para siempre la sintonía de Magallanes. La radio, en su
última exhalación de vida, había suspirado la voz grave y agitada de los
Quilapayún, cantando: “Y ahora el pueblo/ que se alza en la lucha/ con voz
de gigante/ gritando: ¡Adelante!/ ¡El pueblo unido/ jamás será vencido!...”.
2. La historia cuenta que Víctor nació 41 años antes en Chillán
y a los cinco años, se instaló en Lonquén, un pueblito de las afueras de
Santiago. Desde pibe, supo de las alegrías y desventuras del campesino, ya
que trabajaba junto con toda su familia
en una finca que alquilaban y que servía como único sustento. Entre el barro y
los precarios juguetes, sus ojos registraron las desigualdades de un país
partido a la mitad, que postergaba los sueños de miles de chicos como él. Años
después, a raíz de una pelea familiar, su destino fue la capital. Viajó junto
con su madre Amanda, una campesina que, cuando el trabajo le daba respiro, era
cantora popular. Con la guitarra de Amanda, Víctor aprendió los primeros
acordes.
Pero de manera inesperada, su madre enfermó y murió; Víctor quedó, con
apenas quince años, sin otro amparo que el de los Morgado, una familia amiga
que lo cobijó durante unos años, antes de que ingresara a un seminario,
alentado por un cura amigo. Dos años tardó en darse cuenta de que su camino no
estaba bajo la sotana, y abandonó el seminario.
Su primer contacto con el arte fue a través del teatro, disciplina que
lo apasionaba y que le posibilitó recorrer el mundo. Víctor quería que el
teatro fuese una actividad de masas, no sólo de intelectuales y, para eso,
estudió en la Escuela de Teatro de la Universidad de Chile. A los 27 años, tuvo
su primera experiencia como director teatral y, desde allí, dueño una vocación
incansable, integró obras teatrales, dirigió grupos musicales como Quilapayún y
actuó como solista, con lo que logró una gigantesca popularidad en Chile, el
resto de Latinoamérica y Europa en los sesenta y setenta. “El entusiasmo, el
orden y la citroneta”, explicaba Jara, con una modestia que lo caracterizaría
en toda su carrera, a un periodista sobre cuáles eran los secretos de su éxito,
las vueltas de la masividad.
Es, justamente, dentro del ámbito teatral donde Víctor descubrió a su
gran amor, la bailarina Joan Turner, rubia y extranjera, que lo cautivó y
acompañó hasta sus últimos momentos de libertad. Pero Víctor sabía que
historias como la suya no sobraban, sabía que el futuro era un tedio presente
para los de su clase, y con su guitarra se propuso ayudar para que cambiara
todo. “He visto lo que el amor puede hacer, lo que la verdadera libertad
puede hacer, lo que la fuerza y el poderío del hombre feliz pueden hacer. Por
todo esto y porque anhelo la paz, es que la madera y las cuerdas de una
guitarra me hacen falta para desahogar algo triste o algo alegre. Alguna
estrofa que abra el corazón como una herida, o algún verso que quisiera nos
diera vuelta de adentro hacia afuera para ver el mundo con ojos nuevos”. No
había vuelta atrás, su canto iba a ser faro para una generación que se propuso
tomar las riendas del país y lo logró, al menos por esos años en que los
chacales dieron algún respiro.
3. La cola de estudiantes ante el único teléfono público
disponible en el campus daba una vuelta a la cafetería y doblaba hasta perderse
por el patio. Resignados, esperaban todos, y todos hacían sentir su disgusto
cuando el privilegiado que hacía su llamada se extendía en el tiempo más de lo
necesario. Víctor estaba ahí también, a mitad de la fila, a la espera de su
turno para llamar a Joan. Para limpiarla un poco de preocupaciones y para prometerle
su pronto regreso. Las cosas seguían complicadas. La Moneda era un infierno de
fuego y fierros retorcidos, la vida de Allende y de su gente era una incógnita.
En las calles, los tanques hacían sentir su impune música, y los chacales
desfilaban por los barrios dispuestos a cobrarse viejas deudas.
Al caer la tarde, unos 600 estudiantes y profesores habían quedado
varados en la Universidad Técnica por el toque de queda y sin chances de poder
abandonar el lugar sin recibir alguna descarga de ametralladora. Estaban
rodeados. Estaban solos. Algunos lloraban, otros se preguntaban cómo todo había
sido posible. Cada noticia que llegaba era peor que la anterior. La muerte de
Allende era un murmullo que crecía en la cola del único teléfono disponible.
Víctor logró hablar con Joan,
pero no logró quitarle los miedos con su voz tenue, afectada por una
tranquilidad que contrastaba con el caos que se dejaba escuchar por las calles
de Santiago.
“Debo quedarme aquí un tiempo. No te preocupes. Espera. Volveré sin
falta. Te llamaré más tarde, ahora necesitan el teléfono. Chau, te quiero”, le
dijo.
La noche los encontró a todos amontonados en la cafetería de la Escuela
de Artes y Oficios, escuchando la guitarra y la voz de Víctor. Afuera,
explosiones, gritos y disparos. Adentro, “Te recuerdo, Amanda/ la calle
mojada/ corriendo a la fábrica/ donde trabajaba Manuel/ La sonrisa ancha,/ la
lluvia en el pelo,/ no importaba nada,/ ibas a encontrarte con él...”.
Entonces llegaron ellos. Con las primeras luces de la mañana, los
chacales irrumpieron en la universidad, rompiendo todo a su paso. Primero los
disparos, después los soldados y su idioma de golpes y culatazos contra todos.
Y todos en el suelo, cabeza abajo, y ellos marchando con sus armas listas, hasta
que llegó la orden: todos al Estadio Chile, situado a seis cuadras de la
Universidad. En el Estadio Chile, como también en el Nacional, la dictadura
concentraba a los prisioneros en aquellas primeras horas del golpe.
Antes de iniciar la marcha, Víctor intentó resguardar su anonimato como
última esperanza: su destino estaría sellado si los chacales reparaban en su
presencia entre los estudiantes. Por eso, se sacó de encima su documento de
identidad y lo tiró en el estacionamiento. Así fueron avanzando, lentamente,
las manos en la nuca, en fila y vigilados a punta de bayoneta, golpeados cada
tanto con la culata de los fusiles; las cuadras que los separaban del estadio.
Con la vista en el piso, Víctor intentó pasar inadvertido, perderse en la fila
como uno más, sin cruzar miradas con ninguno de los chacales. Pero su imagen
había ganado demasiada fuerza en los últimos años, y su voz se dejaba escuchar
hasta en el silencio de la noche, como para que pudiera confundirse con el
resto de los prisioneros. Y no hubo manera de evitar lo inevitable:
“Tú eres ese maldito cantante, ¿no? El cantor marxista. El cantor de
pura mierda”, lo denunció un suboficial, antes de comenzar a golpearlo y
dejarlo en el suelo, derribado por la fiereza de los golpes. Víctor supo entonces
que estaba perdido. “¡Yo te voy a enseñar a cantar canciones chilenas, no
comunistas!”, le dijo un oficial, anoticiado del tamaño de la presa que tenía
entre manos. Lo separaron del resto de la fila a poco de entrar al estadio.
Después, lo dejaron con Danilo Bartulin (médico personal de Allende) y Litré
Quiroga (ex director de Prisiones del gobierno popular): eran los prisioneros
“peligrosos”, los “importantes”, y recibirían un trato acorde a su condición
durante toda la noche.
Para entrar al estadio había que cerrar los ojos: potentes reflectores
cegaban la visual de los detenidos, que se iban acomodando en las tribunas,
soportando golpes e insultos. Ametralladoras pesadas sobre trípodes apuntaban
hacia las gradas, intimidando a los prisioneros, que crecían en número con el
pasar de las horas. Desde el megáfono del estadio, una voz marcial recibía a
los recién llegados: “Les habla el comandante a cargo de este recinto para
decirles que ustedes están presos aquí porque son enemigos de la patria y no merecen
ser llamados chilenos. Y ésta que tenemos aquí montada, es una ametralladora
punto treinta. (…) Les pido por favor que me den un motivo para poder usarla,
aunque sea uno pequeño que me justifique, porque ustedes, infrahumanos, no
merecen seguir viviendo en Chile ni tampoco en ningún otro lugar del mundo”.
La paradoja estallaba en el rostro golpeado de Víctor: era el mismo
Estadio Chile que, cuatro años atrás, había sido el escenario de su
consagración, después de obtener el primer premio en el Festival de la Nueva
Canción Chilena, cuando interpretó “Plegaria de un labrador”. Ahora el estadio
se asemejaba a un horno infernal, repleto de prisioneros, iluminado cada rincón
por los reflectores, controlado por chacales con la decisión de arrasar con todo.
4. La carrera musical de Víctor tiene cientos de facetas, que
van desde lo contestatario hasta lo testimonial folklórico, condimento heredado
de su madre. Pero, además, uno de los ejes en las canciones de Víctor es la
infancia, retratada con un pincel muy certero, llena de imágenes de sus
primeros pasos, de miradas descarnadas. Posiblemente, mientras jugaba y
trabajaba en el campo, tapado de barro hasta las narices, habrá nacido en su
interior “Luchín”, la canción que mejor describe la infancia de los niños
pobres de Chile, para quienes Víctor exigía igualdad de oportunidades dentro de
su aspiración, de su meta: el socialismo. Y qué hablar de “Duerme negrito”,
canción que contó con miles de versiones de los más variados intérpretes
latinoamericanos.
En 1970, seguía trabajando entre
el teatro y la música; con tres discos a cuestas como solista y un futuro
asegurado en el mercado artístico. Pero decidió dar un giro y apoyar de lleno
el modelo en el que creía, que proponía los cambios sociales que soñaba desde
chico. Es en ese año que dejó en reposo todas sus actividades para poder hacer
recitales por todo Chile, apoyando la candidatura de Salvador Allende.
De visión internacionalista, nunca descuidó el papel de las giras y los
intercambios culturales: “Considero que los pueblos se unen a través de la
música, creo que es de vital importancia proporcionar a los pueblos del
exterior una visión mas real acerca de nuestro proceso, muchas veces
desvirtuado por falsas informaciones. Tenemos la obligación como autores e
intérpretes comprometidos de luchar contra esta ola de falsedades inventadas
por quienes no están de acuerdo con los cambios. Creo que el panfleto es
importante cuando se utiliza para decir verdades. Creo también en la vigencia
de la canción de denuncia mientras no se terminen los vicios burgueses”.
Hoy, Jara suena a presente, a necesario, a imprescindible. Su huella
puede rastrearse claramente en cantautores como Ismael Serrano o Raly
Barrionuevo, pero también en los miles de trovadores que en plazas o bares
desconocidos, toman la guitarra para cantar su verdad.
Dos años antes de su muerte, cargado de experiencias viajeras, editó El
derecho de vivir en paz, su producción más “política”, encantado con los
países del este europeo, reivindicando el modelo de líderes como Ho Chi Min,
fascinado con ese nuevo mundo que estallaba ante sus ojos. A esa altura, estaba
acostumbrado a tener respuesta para quienes lo atacaban por sus convicciones: “El
pueblo es quien debe decidir qué es lo que tiene valor artístico y qué cosa no.
Son los hechos reales los que realmente me motivan y producen reacciones de mi
parte. La naturaleza es bella, pero el hombre también es importante”.
Confirmando esa línea, un año después se dedicó a escuchar y a registrar en audio
testimonios en la población Herminda de la Victoria, donde investigó la
historia del movimiento de los pobladores sin techo, lo que dio como fruto el
disco La Población, último que circuló en Chile. “Ven, conmigo ven,
el odio quedó atrás”, cantaba antes; pero ya se veía venir la tormenta.
Atento y conocedor de sus enemigos, se incorporó activamente a los trabajos
voluntarios en contra de quienes pretendían paralizar el país. No quería ser “ni
chicha, ni limonada”, como llamaban a esa gente que no se jugaba en el
proceso socialista. Él quería ser protagonista y, meses antes de la caída de
Allende participó día y noche en mecanismos para alertar al país del peligro de
una guerra civil y del fascismo.
No alcanzó, pero las bombas lo encontraron trabajando, junto a los
alumnos, junto al pueblo.
5. Estaba en un pasillo cerca de los vestuarios, separado del
resto de los cautivos. Incomunicado, maltrecho y desfigurado, sin agua ni
alimento, olvidado por un rato por sus carceleros. Su única salvación entonces
era poder volver a las tribunas con el resto, intentar desvanecerse en la masa
prisionera, demorar lo inexorable. Víctor se paró con esfuerzo y, cuando empujó
las puertas para escapar del pasillo, de manera virtual se chocó con el temido
“Príncipe”. Aparentemente, segundo a cargo en el estadio, el “Príncipe” se
había ganado el odio y el temor del resto de los prisioneros con sus amenazas
repetidas y su excitación evidente ante semejante contexto. El “Príncipe”
reconoció a Víctor en el acto, y sonrió: “No permitan que se mueva de aquí.
Éste me lo reservo”, les indicó a los guardias apostados contra la puerta.
Las horas transitaron sin cambios. Camiones con su carga de prisioneros
llegaban, chacales se amontonaban detrás de cada fusil a la espera de la orden
definitiva. En las entrañas del estadio, escenas desgarradoras, torturas,
muertes, fusilamientos a la vista de todos. El Nuevo Chile se dejaba vislumbrar
ya, por encima de los uniformes manchados de sangre de los chacales, felices
por su constancia en la faena miserable. Lo indecible, lo absurdo, lo doloroso
hasta la raíz, era Santiago en ese momento. Sus calles, que retomaban la rutina
diaria con absoluta normalidad, como un insulto, como si nada de ese infierno
cercano estuviera pasando. Los comercios abrían sus puertas, los colectivos
marchaban por las avenidas, los empleados marcaban tarjeta, los uniformes
teñían de verde la esperanza muerta de su pueblo. Pero Chile ya no era Chile,
era otra cosa.
El jueves fue el día del revuelo en el estadio. Se habla, se murmura,
que hay focos de resistencia al golpe militar en La Legua, en las afueras de
Santiago. Se habla de enfrentamientos. Ahora, los chacales pierden su firmeza
cotidiana y dejan ver lagunas en su confianza. La inquietud permite que, por un
rato, se olviden de Víctor. Boris Navia, abogado, recuerda que entonces
aprovecharon para buscarlo y arrastrarlo hasta las tribunas: “Le damos agua. Le
limpiamos el rostro. Eludiendo la vigilancia de los reflectores y las
ametralladoras, nos damos a la tarea de cambiar un poco el aspecto de Víctor.
Queremos disfrazar su estampa conocida. Que pase a ser uno más entre los miles.
Un viejo carpintero le regala su chaquetón azul para cubrir su camisa
campesina. Con un cortauñas le cortamos un poco su pelo ensortijado”. Los
amigos comparten también un frasco de mermelada y algunas galletas, su primer
comida en días.
Aquella noche, Víctor conversó de su mujer y de sus hijos, durmió con
sus compañeros, en las tribunas del estadio. La esperanza, pequeña, tímida,
volvía a asomarse en el rostro de Víctor entre sueños y pesadillas. ¿Sería
posible? ¿Existiría alguna forma?
El viernes 14, los militares anunciaron la proximidad del traslado al
Estadio Nacional y exigieron una lista de prisioneros. Víctor seguía en las
tribunas, olvidado y resguardado. La esperanza se asomaba, un poco más. El
viernes 15, las noticias generaron cierta agitación: algunos prisioneros serían
dejados en libertad. En cuestión de segundos, los que pudieron, comenzaron a
escribir mensajes a sus familiares, para entregárselos a los privilegiados que,
ese día, abandonarían ese infierno. Víctor le pidió un papel a Boris Navia: “Le
di dos hojas de una libreta cuyas tapas aún conservo”.
Víctor escribió. Escribió y su mirada se fue de viaje, peregrina de
palabras y de versos urgentes. No había tiempo que perder. No había excusas
ahora. “Somos cinco mil/ en esta pequeña parte de la ciudad./ Somos cinco
mil/ ¿Cuántos seremos en total/ en las ciudades y en todo el país?/ Solo aquí/
diez mil manos siembran/ y hacen andar las fabricas...”
Y el viaje se hizo canción, y la canción se hizo poema. Dos páginas, un
puñado de palabras apuradas por el miedo, por el dolor, por la incertidumbre,
por las ganas. “¡Qué espanto causa el rostro del fascismo!/ Llevan a cabo
sus planes con precisión artera/ Sin importarles nada./ La sangre para ellos
son medallas./ La matanza es acto de heroísmo/ ¿Es este el mundo que creaste,
dios mío?/ ¿Para esto tus siete días de asombro y trabajo?/ en estas cuatro
murallas solo existe un número/ que no progresa,/ que lentamente querrá más
muerte…”. Víctor escribió rodeado de
tristeza, empujado por los golpes recibidos, dispuesto a dejar testimonio en
tiempos imposibles. Caprichoso, empecinado en meter colores de belleza y cariño
en aquel festín gris y verde de la barbarie criminal. Vivo, poeta, se fue de
viaje. “¿Cuántos somos en toda la Patria?/ La sangre del compañero
Presidente/ golpea más fuerte que bombas y metrallas/ Así golpeará nuestro puño
nuevamente…” . No hubo carceleros ni ametralladoras que repararan en su
vuelo mágico. Los dejó atrás, puso proa a la esperanza y deslizó el lápiz en un
océano embravecido de versos y murmullos. Y la poesía se desborda, se cae del
papel, se mueve, camina, vuela, es música. “¡Canto que mal me sales/ Cuando
tengo que cantar espanto!/ Espanto como el que vivo/ como el que muero,
espanto./ De verme entre tanto y tantos/ momentos del infinito/ en que el
silencio y el grito/ son las metas de este canto./ Lo que veo nunca vi,/ lo que
he sentido y que siento/ hará brotar el momento/ de la sangre, un fusil...”.
6. Una canción urgente, el desgarrado relieve de una
pesadilla, el rostro desnudo de una dictadura, la despedida de un poeta, versos
que se pisan unos a otros en el apuro y que buscan el final del poema,
inconcluso del apuro. “Estadio Chile” es, además de todo lo anterior, un
símbolo que también desató polémicas. Escrito en las peores condiciones
posibles, el último poema de Víctor fue, tiempo después del asesinato de su
autor, objeto de dudas y discrepancias. Cuántos ojos y cuántas manos devoraron
esos versos entonces manuscritos, entonces desprolijos, fue la pregunta. Cuánto
de esos versos pudo perderse en el vértigo de la fuga, cuánto de todo aquello
es Víctor y su apuro, cuánto es hoy bandera y testimonio, y cuánto quedó en el
camino.
La versión oficial establece que fue Camilo Taufic, en su libro Chile
en la hoguera, el primero en publicar, en Buenos Aires, “Estadio Chile”.
Taufic explicó, en junio de 2006, que recibió la primera copia del poema ya
mecanografiada, y de manos de militantes simpatizantes de la organización
Montoneros. En esa primera copia, Taufic confirma la presencia de aquel
controvertido par de versos finales: “...harán brotar al momento... (borroneado
en el original)/ de la sangre, un fusil...”. Sin embargo, está última
línea desaparece en todas las copias subsiguientes, incluso en la publicada por
Joan Jara en su libro Víctor Jara, el canto truncado, en 1983. Joan se
encargó de explicar, en su momento, que decidió no incluir esa línea final
porque nunca la había recibido en las copias que pasaron por sus ojos. De modo
que estalla el interrogante. Taufic desliza una hipótesis bastante verosímil
(después de descartar una previamente: que sus amigos militantes argentinos hayan
añadido esa línea final para infundirle un mayor vigor al poema): en Chile, fue
el Partido Comunista el que se encargó de distribuir las primeras versiones de
“Estadio Chile”, desde noviembre de 1973, incluso la que llegó a manos de Joan
con esa línea presuntamente amputada del original. ¿La cerrada defensa del PC
de la “vía pacífica” como único medio para llegar al socialismo habrá motivado
a manos anónimas (y bastante dogmáticas, por cierto) a censurar ese polémico fusil
que cierra el poema? Es posible. De hecho, Taufic ensaya otras variantes
como para confirmar esa conjetura: la métrica de los últimos diez versos
(la rítmica entre el 7° y el 10° verso),
y la presencia repetida, en otras canciones de Víctor, del fusil como símbolo
de lucha y de resistencia (por ejemplo, en “Plegaria de un labrador”, se
escucha: “Levántate, y mira la montaña.../ Sopla como el viento/ la flor de
la quebrada./ Limpia como el fuego/ el cañón de mi fusil...”). Además,
Taufic asegura que hay un testigo que acompañó a Jara en sus horas últimas y
que admite haber leído ese verso.
De todos modos, se ha impuesto de modo bastante unánime la versión de
“Estadio Chile” incompleta, interrumpida, sin la presencia del controvertido
fusil. La verdad, en todo caso, descansa lejos de las posibilidades de
cualquier comprobación más o menos definitiva. Queda, eso sí, su valor
testimonial, crudo, tan humano, de una vida que parece irse desvaneciendo
conforme uno avanza con la lectura, verso a verso, de “Estadio Chile”. Queda,
también, esa valiente decisión de asumir hasta el final un compromiso, aun en
las peores condiciones posibles, aun conociendo, quizá, la fatalidad de un
destino que se acerca. Allí es donde se rezaga la polémica y se yergue,
luminosa, la bellísima metáfora.
7. Sin tiempo para nada, vinieron a buscarlo. Víctor consiguió
sacarse del bolsillo los papeles y dejárselos a Boris Navia, justo cuando los
soldados lo tomaban de los brazos y se lo llevaban. Nunca volvieron a verlo.
“Esa misma noche, y al buscar una hoja para escribir, me encontré en mi
libreta, no con una carta, sino con los últimos versos de Víctor.
Inmediatamente, acordamos guardar este poema. Un zapatero abrió la suela de mi
zapato y allí escondió las dos hojas del poema; antes yo hice dos copias de él,
y se las entregamos a un estudiante y a un médico que saldrían en libertad”,
comentó tiempo después Navia. Pero uno de los mensajeros es revisado por los
chacales, y el poema es descubierto. Los chacales enloquecen de furia, de
terror, y buscan otras copias. Golpean, torturan, masacran, no pueden dejar que
ese poema respire por fuera de las paredes del estadio. Los chacales le temen a
los versos.
Pero ya es demasiado tarde, la canción de Víctor vuela lejos del tumulto
verde y gris de los militares, y se aleja surcando el cielo gris de Santiago.
Busca una voz cálida, amiga, donde guarecerse, donde contar su historia y
denunciar los hechos. “El verso es una paloma/ que busca donde anidar,/
estalla y abre sus alas/ para volar y volar.// Mi canto es un canto libre/ que
se quiere regalar/ a quien estreche su mano,/ a quien quiera disparar.// Mi
canto es una cadena/ sin comienzo ni final,/ y en cada eslabón se encuentra/ el
canto de los demás.// Sigamos cantando juntos/ a toda la humanidad,/ que el
canto es una paloma/ que vuela para alcanzar,/ estalla y abre sus alas/ para
volar y volar…”.
A Víctor, en cambio, lo espera el final del camino. El resto es historia
conocida. El poeta se hace luz, se hace distancia, se hace dolor y silencio. Se
hace viento y se hace canción. “Vientos del pueblo me llaman,/ vientos del
pueblo me llevan,/ me esparcen el corazón/ y me avientan la garganta./ Así
cantará el poeta/ mientras el alma me suene,/ por los caminos del pueblo/ desde
ahora y para siempre…”.
1 comentario:
Es idedigno un relato que circula en estos días acerca de cómo se rescató y se sacó de la prisión el último poema de Víctor Jara.
Lamentablemente, a modo de versión especula en acerca de lo que aconteció luego del llamado "tercer escalón" del operativo rescate del poema, ya que nadie ha revelado hasta el momento lo que ocurrió realmente, por razones más que valederas.
Sin violar ese juramento que compartí en su momento, doy fe, pues en un punto entre Chile y Argentina tomé contacto con el poema, que fue mediante de la logística de "Córdoba 652, 11 E “, que describo en mi libro "Secretos en Rojo" (Corregidor), y de la que formé parte con camaradas chilenos, uruguayos, paraguayos, principalmente, además de los argentinos destinados a esa misión.
La parte de la que puedo hacerme cargo es aquella en que la parte chilena de esa operación de contrainteligencia me hizo llegar el poema, que pocas horas después fue emitido por Radio Moscú en el programa “Escucha Chile” a todo el mundo, golpeando duramente a la Junta de Pinochet, y despertando una nueva ola de solidaridad con el pueblo hermano. Camilo Taufic, a quien conoci en aquellos años y tenía contactos con esta red, lo hizo días después. Es, de todas maneras, apenas una parte de la historia de la contrainteligencia que comunistas y revolucionarios del Cono Sur desarrollaron, y en casos murieron, para enfrentar la “Operación Cóndor”. En honor a ellos, vale la precisión.
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