Hace dos días hubiera sido su cumpleaños, y a pocos más de que se cumplan dos años de su muerte; un cronista cuenta sus días de adolescencia entre dictadura, servicios militares obligatorios Almendra y la música del Flaco Spinetta.
Esto sucedió en realidad. Al promediar la dictadura cívico militar de 1976 llegó a mi casa un telegrama que me convocaba al servicio militar obligatorio. Recuerdo que había regresado de un largo día, trabajaba de cadete y por la noche iba a
Miré los árboles de la calle, y no brillaba el sol y no quedaba más que niebla. La noche oscura le pertenecía a los grillos. Allí, con el telegrama en la mano, días antes de que nos metieran en el Unimog que nos vomitó en Campo de Mayo, comenzó una sensación de encierro, de presidio, de enajenación que no me abandonaría hasta muchos meses después de la baja.
Ya
en la instrucción, y dado que era un estudiante, me dieron un trato que
podríamos calificar como “preferencial”. Armado con mi cepillo de dientes no
hubo letrina que no haya limpiado ni “baile” que no me haya perdido o castigo
que no me hayan impuesto del modo más injusto sólo por ser “el tagarna del
estudiantito”. Tan es así que dos veces terminé internado en el hospital de
Campo de Mayo y una en el Hospital Militar Central, en todas las ocasiones escupiendo
sangre debido al asma que aún padezco, enfermedad que según el capitán médico simulaba.
Me
enteré por un compañero de que Almendra
se había reunido después de su separación para realizar una serie de recitales.
Iban a tocar en Obras. Uno de los días del concierto coincidía con uno de mis
francos de servicio. A nadie le comenté que me moría por ir a escucharlos, dado
que si algún zumbo se enteraba, indefectiblemente no me dejarían salir. Esas
actitudes siempre les salían “de onda”.
El
día del recital, me tuvieron de acá para allá. Había pasado el mediodía y la
tarde avanzaba. Tenía todo calculado. Saldría corriendo a tomar el tren, bajar
en la General Paz
y de allí con un colectivo llegaba justo. No sabía cómo haría para entrar,
porque obviamente un conscripto no tenía un peso partido al medio.
Los
minutos pasaban y los turros me tenían cebándoles mate. Finalmente, cuando me
soltaron, volé como más tarde volaría el Capitán
Beto con un equipo tan precario como su destino y llegué a Obras cuando
toda la gente ya estaba adentro rugiendo para que el Flaco saliera de una buena vez con su banda. Afuera en los
molinetes éramos unos cuantos los que tratábamos de ingresar aunque no tuviéramos
entradas. En ese momento, entre tantos melenudos y chicas de largo pelo lacio,
advertí que varios me miraban como sapo de otro pozo. Claro, me tenían rapado y
estaba con el uniforme de salida. Incluso llevaba puesto mi patético birrete
untar de números más chicos que mi cabezota. Recién lo advertí en ese momento
porque yo seguía siendo el mismo. Entre los que estábamos allí, había dos o
tres colimbas más. Los canas y el personal de seguridad miraban con la soberbia
que tienen los que creen que siempre estarán del otro lado. En ese momento una
chica muy atractiva se me acercó y muy resuelta me tomó del brazo. Me pidió que
dijera que ella estaba conmigo, incluso que era mi novia. Estaba convencida de que
cuando abrieran los molinetes a los colimbas los iban a dejar pasar primero.
Claro, estábamos en la dictadura. La miré y obvio, le vi sus ojos de papel y tuve unas ganas locas de construirle un castillo en su vientre hasta que el sol... Del
estadio Obras se escuchó el rugir del recibimiento del público. Almendra había
salido al escenario y empezaron los primeros acordes de Fermín que gira y da más vueltas. Los que estábamos afuera nos
revolvimos de impaciencia. Pero los tipos de la entrada seguían inmóviles
mirándonos como a perros. Mi muchacha
ojos de papel me llevaba de uno a otro molinete y les hablaba a los tipos
para que nos dejasen entrar. Ella sabía que lo harían, y yo estaba como
aturdido como aquella bengala perdida que
sin darme cuenta va cayendo en cruz. En ese momento no me di cuenta, pero la muchacha de tiza que deseaba solo
para mí era evidente que ya había entrado a recitales anteriores del brazo de
otros colimbas. Finalmente, uno de los canas hizo un gesto despectivo y nos
permitió pasar. Corrimos escaleras arriba. A los demás los dejaron ingresar
cuando comenzaba Plegaria. Y entramos
todos y desde el filo de una de las puertas vimos de refilón al maravilloso Flaco muy flaco y eterno de talento. Fue
la única vez que lo vi en mi vida. Y fue la única vez que estuve con esa muchacha ojos de papel que ni bien
entramos a Obras se soltó de mi brazo para siempre. Jamás volví a verla. Y
aunque no queda más que viento... su
música de Duraznos se queda con
nosotros, pero sin él. Que cosa injusta.
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