Mi noche de Almendra

por Marcelo Valko

Hace dos días hubiera sido su cumpleaños, y a pocos más de que se cumplan dos años de su muerte; un cronista cuenta sus días de adolescencia entre dictadura, servicios militares obligatorios Almendra y la música del Flaco Spinetta.


Esto sucedió en realidad. Al promediar la dictadura cívico militar de 1976 llegó a mi casa un telegrama que me convocaba al servicio militar obligatorio. Recuerdo que había regresado de un largo día, trabajaba de cadete y por la noche iba a la Facultad. Ni bien abrí la puerta, mi vieja me entregó el papel consternada. Todos lo estábamos. Tenía 48 horas para presentarme en el centro de enrolamiento. En ese entonces vivía en Florida, Vicente López.


Miré los árboles de la calle, y no brillaba el sol y no quedaba más que niebla. La noche oscura le pertenecía a los grillos. Allí, con el telegrama en la mano, días antes de que nos metieran en el Unimog que nos vomitó en Campo de Mayo, comenzó una sensación de encierro, de presidio, de enajenación que no me abandonaría hasta muchos meses después de la baja.

Ya en la instrucción, y dado que era un estudiante, me dieron un trato que podríamos calificar como “preferencial”. Armado con mi cepillo de dientes no hubo letrina que no haya limpiado ni “baile” que no me haya perdido o castigo que no me hayan impuesto del modo más injusto sólo por ser “el tagarna del estudiantito”. Tan es así que dos veces terminé internado en el hospital de Campo de Mayo y una en el Hospital Militar Central, en todas las ocasiones escupiendo sangre debido al asma que aún padezco, enfermedad que según el capitán médico simulaba.
Me enteré por un compañero de que Almendra se había reunido después de su separación para realizar una serie de recitales. Iban a tocar en Obras. Uno de los días del concierto coincidía con uno de mis francos de servicio. A nadie le comenté que me moría por ir a escucharlos, dado que si algún zumbo se enteraba, indefectiblemente no me dejarían salir. Esas actitudes siempre les salían “de onda”.
El día del recital, me tuvieron de acá para allá. Había pasado el mediodía y la tarde avanzaba. Tenía todo calculado. Saldría corriendo a tomar el tren, bajar en la General Paz y de allí con un colectivo llegaba justo. No sabía cómo haría para entrar, porque obviamente un conscripto no tenía un peso partido al medio.
Los minutos pasaban y los turros me tenían cebándoles mate. Finalmente, cuando me soltaron, volé como más tarde volaría el Capitán Beto con un equipo tan precario como su destino y llegué a Obras cuando toda la gente ya estaba adentro rugiendo para que el Flaco saliera de una buena vez con su banda. Afuera en los molinetes éramos unos cuantos los que tratábamos de ingresar aunque no tuviéramos entradas. En ese momento, entre tantos melenudos y chicas de largo pelo lacio, advertí que varios me miraban como sapo de otro pozo. Claro, me tenían rapado y estaba con el uniforme de salida. Incluso llevaba puesto mi patético birrete untar de números más chicos que mi cabezota. Recién lo advertí en ese momento porque yo seguía siendo el mismo. Entre los que estábamos allí, había dos o tres colimbas más. Los canas y el personal de seguridad miraban con la soberbia que tienen los que creen que siempre estarán del otro lado. En ese momento una chica muy atractiva se me acercó y muy resuelta me tomó del brazo. Me pidió que dijera que ella estaba conmigo, incluso que era mi novia. Estaba convencida de que cuando abrieran los molinetes a los colimbas los iban a dejar pasar primero. Claro, estábamos en la dictadura. La miré y obvio, le vi sus ojos de papel y tuve unas ganas locas de construirle un castillo en su vientre hasta que el sol... Del estadio Obras se escuchó el rugir del recibimiento del público. Almendra había salido al escenario y empezaron los primeros acordes de Fermín que gira y da más vueltas. Los que estábamos afuera nos revolvimos de impaciencia. Pero los tipos de la entrada seguían inmóviles mirándonos como a perros. Mi muchacha ojos de papel me llevaba de uno a otro molinete y les hablaba a los tipos para que nos dejasen entrar. Ella sabía que lo harían, y yo estaba como aturdido como aquella bengala perdida que sin darme cuenta va cayendo en cruz. En ese momento no me di cuenta, pero la muchacha de tiza que deseaba solo para mí era evidente que ya había entrado a recitales anteriores del brazo de otros colimbas. Finalmente, uno de los canas hizo un gesto despectivo y nos permitió pasar. Corrimos escaleras arriba. A los demás los dejaron ingresar cuando comenzaba Plegaria. Y entramos todos y desde el filo de una de las puertas vimos de refilón al maravilloso Flaco muy flaco y eterno de talento. Fue la única vez que lo vi en mi vida. Y fue la única vez que estuve con esa muchacha ojos de papel que ni bien entramos a Obras se soltó de mi brazo para siempre. Jamás volví a verla. Y aunque no queda más que viento... su música de Duraznos se queda con nosotros, pero sin él. Que cosa injusta.

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