(Entrevista de Sudestada Nª 80, julio 2009)
“Tenemos que aprender a descubrir, a mirar el mundo”
Referente de la literatura infantil en nuestro país, Gustavo Roldán, desde hace 20 años transita el espacio de chicos y grandes con sus cuentos de fuertes elementos tradicionales y sus historias aprendidas en el monte chaqueño. En esta charla con Sudestada, nos cuenta sobre sus inicios, el origen de sus cuentos y nos muestra su mundo de animales autóctonos o fantásticos, siempre rebeldes y dispuestos a no callarse.
por Nadia Fink
En el año 83, Gustavo Roldán irrumpió en la literatura infantil con sus cuentos llenos de sabores, olores y colores con los que se había criado en el monte.
Así, quirquinchos, coatíes, yaguaretés y los infaltables sapos, pulgas, piojos y bichos colorados nos hicieron descubrir un mundo que teníamos acá nomás, en Sáenz Peña, cerquita del Impenetrable.
Después fueron apareciendo seres mitológicos y fantásticos en sus libros Dragón y Bestiario, pero siempre con una búsqueda orientada hacia lo importante de detenerse a mirar, a percibir lo simple de cada instante, y a no callarse. Con esos cuentos de tiempos lentos, de reminiscencias orales muy marcadas (como esos que contaban en el fogón los peones, los hacheros y los domadores), con destino de universales, lleva más de 20 años sorprendiendo a chicos y a grandes.
Pasen y vean el universo de Roldán, escritor, carpintero (“creo que el hombre tiene que trabajar tanto con las manos como con la cabeza, ambas cosas se potencian mutuamente”) y eterno estudiante de magia, “esa otra forma de crear ilusión, tan parecida –tan igual– a la de un cuento”.
–¿Por qué elegiste la literatura infantil?
–Por las malas compañías. Yo escribía para grandes (y sigo haciéndolo), entonces leyendo los cuentos de Laura (Devetach, su esposa) comencé a interesarme en los cuentos infantiles. Junto con eso aparecen los hijos, que exigen que uno les cuente cuentos y comienzo a recordar todos los que me habían contado en el monte. Y un día, tuve que empezar a inventarles algunos, porque se me habían acabado. Muchos años después, ya grandes, me preguntaron por qué no los escribía. Como yo no me los acordaba, me contaron ellos los cuentos que yo les había inventado. Escribí, y me divertí, y me gustó y por esos azares, salieron bien, gustaron; mandé mi libro a un concurso en México y sacó el primer premio. Yo no creo en los concursos, pero qué bueno si a uno le va bien. Fue un estímulo. Y vino, por esos azares también, un momento donde el mercado empezó a pedir cuentos; ocurrió una de esas cosas casi mágicas, que uno no sabe ni porqué, ni cómo suceden. Fue cuando terminó toda esta época terrible de tiranía que estuvimos viviendo. Y comenzaron a aparecer editoriales que querían cuentos infantiles, y escritores que tenían cuentos para chicos. Hasta entonces la literatura infantil era muy pequeña, muy pobre, muy pocos nombres: estaban María Elena Walsh, Laura Devetach, Elsa Bornemann, Javier Villafañe; y lo demás que había era muy pegado a la escuela: era para educar, esas cosas que no tienen nada que ver con la literatura, que son cosas prácticas para enseñarles lo mismo que le enseñan la mamá y la maestra, entonces, ¿para qué?: si tienen una casa, si tienen una maestra, si tienen un policía que les enseña un montón de cosas de socialización, están cumplidas esas funciones. La literatura es una historia distinta.
Entonces todo lo que hicimos en ese momento lo va impulsando también a uno y, hoy por hoy, nadie me recibe un libro de poesías o un libro de cuentos para adultos porque eso ya no es muy comercial. Sí les interesa la literatura infantil porque saben que eso se mueve, se vende, y vivimos en un planeta donde lo comercial es lo que mueve el mundo. Pero uno sigue estimulándose y sigue trabajando, y también enviciándose porque uno cree que hace algo importante: no hay nadie más presumido que un escritor, porque cree que cada cuento que hace, está ayudando a transformar el mundo. Y en el fondo, uno tiene el deseo de que sea cierto.
–De cualquier manera, tus cuentos tienen algo de universal, no se acotan sólo a los niños...
–Yo creo que todo cuento que es “para chicos” es un cuento tonto y no sirve. Sobre todo esos que vienen marcados con edades; si un cuento es de siete a nueve, es una estupidez total y absoluta porque tiene que cubrir un espectro enormemente más grande. Porque va a ser usado, manejado, comprado, leído por una mamá, un papá, una maestra, que son personas mayores a las que tiene que gustarles también para compartir mejor ese momento con el chico. Claro, no es fácil lograr eso. Javier Villafañe sí lo lograba. Y yo me crié escuchando ese tipo de relatos, los que contaban los peones, los domadores, los leñadores, los hacheros en el monte, en el Chaco, en la rueda del mate, en el asado: cuentos de zorros, cuentos de mentirosos, cuentos de Pedro Urdemales, de aparecidos, de la luz mala. Esos relatos tienen una virtud no muy reconocida públicamente; la aspiración máxima que puede tener un escritor: que sean universales. Entonces, por lo menos, para mí, está bien tener la intención de no querer escribir para chicos.
Y a veces se consiguen, con esa idea, después de tantos años de trabajo, cosas medio imposibles. Por ejemplo, los libros para los chiquitos tienen que tener muchos colores porque papá Walt Disney y el mundo yanqui es el que manda y aquí somos tan obedientes que aceptamos esas demandas. Una vez conseguí que un libro para chicos no fuera así. Se llama Dragón y es en blanco y negro; y, además, logré que especialmente lo ilustrara Luis Scafati, y cada página se convirtió en una obra de arte. En los jardines de infantes –manejados por maestras inteligentes–, los chicos descubrieron que existe el blanco y negro, que es una de las formas más perfectas. Creo que hay que romper un poco con esa imposición de que las cosas “tienen que ser”. No, no tienen que ser; el color me parece una cosa hermosa, pero no tiene que ser todo a color. Y a mí me pone tan alegre cuando veo, en las escuelas, a los chicos entusiasmados dibujando con lápiz negro o con fibra negra nada más, y que eso lo aprendieron viendo Dragón y que era posible que existiera.
–En contra de la corriente didáctico moralizante, los animales que aparecen como “malos” en tus cuentos son, justamente, aquellos que quieren imponerse a través de las leyes...
–Bueno, yo creo que la mala intención, en todo lo que yo hago, se ve; no está oculta, yo no quiero disimularla. Ni que hay malas intenciones, ni que las intenciones mías y de mis amigos el piojo, el sapo y el bicho colorado sean las de cambiar el mundo y ponerlo patas arriba. Hacer uno nuevo, porque esto está mal hecho. Cosa que hace que muchas veces, naturalmente, aparezca gente que no quiere cambiarlo porque no le conviene: el mundo está muy bien hecho para los ricos, los poderosos, los que viven de lo que es usufructuando las ventajas de explotar a los demás. Entonces hay un punto donde las injusticias son tan evidentes y tan obvias que ya no nos damos cuenta. Cómo hablamos, cómo tenemos el caradurismo de decir que vivimos en una democracia cuando el lugar más rico del país, la capital, está lleno de gente durmiendo en la veredas, con problemas de alimentación, con chicos hurgando la basura; eso no es una democracia. Escuchamos el chiste de “y sí, en esta democracia hemos tratado de hacer un mejor reparto, y lo hemos hecho, pero no alcanzó para todos”. Claro, nunca alcanza para todos, y casualmente son los mismos los todos. Bueno, el piojo y el bicho colorado y la pulga no quieren que sea así y creo que eso, de alguna remotísima manera, si es que para algo sirve la literatura, es para que los chicos escuchen también otra campana, que el mundo no está bien hecho. Entonces, sí, lo que yo escribo tiene una ideología bien concreta.
–¿Los animales te dan la libertad de decir cosas que no podrías si fueran personas?
–Yo me he acomodado, y eso es una ventaja y una desventaja. Cuando un escritor, un dibujante o un músico se acomoda en algún lugar que le permite trabajar con cierta tranquilidad porque domina ese contexto, corre el riesgo gravísimo de comenzar a repetirse. Y con los animales a mí me pasa eso, me sentí cómodo, pero además encontré las trampas que necesita todo escritor en un mundo lleno de censuras y de prohibiciones: los animales me permiten hacer y decir ciertas cosas que si fuesen personas, serían objetadas en la escuela, en la familia; serían puestas un poco a distancia y entre paréntesis porque están medio fuera de la ley… pero un piojito chamamecero, una pulguita, pueden cometer algunas irregularidades sociales, morales o políticas que como son tan inocentes, pasan. Pero sería de otra forma si fueran personas porque les estaría enseñando a los chicos a ser desobedientes, a no respetar las normas establecidas por la sociedad; en cierta manera, son para esquivar a la policía, esquivar a la censura, a la “buena familia”, a la buena educación, que son muy peligrosas.
1 comentario:
Gente de Sudestada.
Les dejo por este medio -y me disculpo por introducir un comentario fuera de un contexto acorde- un link de una publicación que hacer referencia en un recuadro específico -incluido en un artículo dedicado a Durruti- al especial que editaron sobre "Los últimos Anarquistas".
Si bien no se trata de una revista ligada al anarquismo -por lo que tenía entendido son un partido y en su momento se presentaron a elecciones- y pese a no saber si contribuirá a generar algo, me tomo el atrevimiento de contactarlos porque les atañe y me parece interesante que lo lean.
Saludos.
http://www.asambleasdelpueblo.com.ar/ejemplares/N33/imprimir_N33.pdf
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